Llegué al sendero quizá, al igual que muchos, siguiendo el movimiento de la masa que perseguía algo. Madres con sus hijas, padres con su familia entera, sin distingos de edad, ni raza, ni religión, todos confundidos en medio del torrente de gente que se mueve como acompasada por las calles de Ámsterdam.
En las vecindades de Estación Central varios cruzamos uno de los tantos puentes que vencen a la serie de canales que dividen y dan un especial carácter a la ciudad. Al final de uno de ellos arribamos a una estrecha callejuela en cuyo inicio se habían colocado unas discretas barreras para que no circulen vehículos motorizados salvo ocasionales motocicletas. De pronto, a un costado, se abre una puerta. Recuerdo en ese momento a Harry Heller, aquel personaje de la novela el “Lobo Estepario” de Hermann Hesse. El portal conducía a una especie de pasadizo iluminado con ambiguas luces entre violetas y rosas. En las vitrinas ubicadas a los constados del angosto corredor se exhibían un conjunto de instrumentos, no precisamente musicales, de todas las formas, tamaños, colores y presumo que también sabores, para satisfacer las demandas de una amplia diversidad de clientes.
En el interior del local, en el que sonaba una estridente pieza musical, advertí la presencia de una vasta gama de potenciales clientes: solos o en pareja, de diferentes edades, observaban los productos que se ofertaban. Sonreían al ver alguno de ellos, comentaban, lo tomaban en las manos y luego los dejaban en el mismo sitio. Mientras recorría por el estrecho local, una pareja, que no superaban los 25 años cada uno, discutían que artilugio comprar – no permanecí en el sitio para constatar, finalmente, qué adquirieron.
Continué el recorrido. A lo largo de la callejuela encontré muchas puertas todas abiertas, en cuyos dinteles colgaban los más variados y sugerentes rótulos convocando a los transeúntes a transgredir el lindero de la curiosidad, a despertar los deseos y pasiones escondidas, a atreverse a experimentar los gustos y demandas más exigentes. En la mayoría de los almacenes la oferta de artilugios constituye una constante. Varios transeúntes, que atravesaron previamente por aquellas puertas, vuelven a salir llevando consigo bolsas sin identificación – en estos locales la discreción es inquebrantable - en cuyo interior sin duda llevan en embalajes los recuerdos y en ellos encerradas, como en la caja de Pandora, sus propias fantasías. En medio del mercado de artificios también están los establecimientos menos banales que satisfacen otros tipo de necesidades o urgencias: como los que ofrecen pizzas, hamburguesas, helados, micro mercados, licorerías, fruterías … también, entre ellos, “discretamente” situado, está el que oferta ropa para ocasiones especiales como la que expone el pintoresco local “Hot Stuff”.
La puerta de acceso por la que ingresó este ambulante andino, luego de moverse por la callejuela, fue una suerte de portal que desemboca a un puente. En él, el rasgar de una guitarra y la fresca y melodiosa voz de una cantante le pone una dosis de humanismo a este alocado escenario. Ella ofrece su canto por la que espera que los transeúntes le obsequien una moneda. No tiene más de 22 años. Es alta, rubia, ojos verde claros, viste una chompa azul oscura y unos bluyines raídos. Los visitantes la miran de reojo, alguno se detiene por un instante y depositan una moneda en el embalaje de la guitarra que yace en el piso, luego continúan la marcha como siguiendo un ritual pre concebido.
Al cruzar el puente, luego de escuchar por un momento a la ocasional cantante, un iluminado letrero de luces rojas otorga una suerte de bienvenida al esporádico visitante. Una luminaria con el nombre de “Moulin Rouge” impacta mis ojos. Por un instante los pensamientos volaron a París. Nombre universalmente conocido que recuerda un espacio de historias de pasiones, amores y desamores. Aquel fue el letrero que observé luego que transgredí el portal e inicié la caminata por el “Sendero de las Luces Rojas”. En esta oportunidad el espectáculo que se ofrece es explicito para los que desean ver, como suelen decir los entendidos que entienden.
En el espacio que se abrió tras una de las puertas soñadas o maldecidas por el Lobo Estepario, a los costados de la callejuela, en medio de la que cruzaba un canal, estaban varias vitrinas en las que se exhibían un variopinto conjunto de ofertas: blancas, medio blancas, casi blancas, morenas, bronceadas, rubias teñidas, a medio teñir, desteñidas; todas ellas o ellos cubiertas con una potente capa de maquillaje para esconder sus arrugas y desvelos. Orondas, no muy orondas, delgadas, de silueta deslumbrante, de bustos exuberantes, de anchas caderas, tersas de piel, no muy tersas, tersadas luego de bisturí, así como las por planchar.
Se exhiben a lo largo del Sendero con toda su humanidad, entradas en años, de mediana edad, jóvenes en la puerta de la madurez, travestis recién operados, todas y todos exhibiendo sus mejores atributos, en realidad sus formas o deformas y, lo que motiva el negocio apenas cubierto por una diminuta tanga que no cubre ni disimula sino que expone. Desafían a traspasar la puerta de los delirios, una suerte de canto sibilino expresado en señas. Encerradas en aquellos diminutos palacios de cristal, presentándose como damas de un linaje en decadencia, los maniquíes vivientes ofrecían un temporal momento compartido de corporal regocijo. Cada una o uno, de manera coqueta, convoca al visitante para un ocasional encuentro al interior de aquellas efímeras y cristalinas estancias. Convidan a los transeúntes mediante señas, dirigen su dedo índice al paseante que por allí camina. Algunas, como adivinando el origen del visitante, lo convocan en inglés, francés, alemán, español. Invitan a cruzar otra de las tantas puertas originadas en los sueños de Harry Heller, a través de las que se busca escapar de temores, angustias, soledades y miedos, colocándose al margen de las convenciones sociales.
Los forasteros circulan por este espacio de luces rojas como si transitaran por una concurrida avenida en la que se puede encontrar un amplia variedad de almacenes que ofertan productos de todas las marcas; y, en cada uno de los locales, las correspondientes vitrinas con los maniquíes arropados, a medio arropar o desarropados los que, en función de las galas o el arreglo del entorno, convocan al observador. En la senda de las luces rojas – me simpatiza el término por que no suena tan burdo como el de “zona roja” - los maniquíes se mueven, conversan por celular, o se esconden tras las cortinas cuando un impertinente fotógrafo hace evidente sus intenciones; en ese momento, cuando aquello acontece, la amplia sonrisa de los maniquíes desaparece, las cortinas se mueven por que tras de ellas se esconden. Las expresivas y coquetas señales de invitación que suelen hacer con el dedo índice, se transforman en una conocida y decidora señal cuando lo expresan con el dedo medio. Los labios ya no dejan aflorar el conjunto de blanquecinos dientes; ni las melodiosas voces, como cantos de sirena, se dejan escuchar: en esta oportunidad los labios se mueven con mayor rapidez. Es fácil deducir que están recordando sus nobles orígenes al importuno personaje.
La calle es larga, en el canal que la divide, ajenos a las humanas realidades plácidamente nadan una pareja de patos y tres cisnes blancos. No circulan vehículos por estas callejuelas, el negocio se lo realiza a pies. Los transeúntes, no todos ellos, ya que la mayoría son “observadores de ventanas”, ingresan a los locales que ofertan los artilugios, o se animan a ingresar a aquellos sitios que ofrecen espectáculos en vivo. 30 € es el reconocimiento que los interesados deben abonar para beneficio de los actuantes y administradores. No se exige ninguna preparación emocional previa al ocasional y curioso espectador. Cumplido el rito de enterarse de las condiciones para ingresar al espectáculo, dos parejas se acercan a la boletería y aportan con el abono exigido. En la puerta un corpulento guardia, previo a permitir el acceso, informa a los asistentes las condiciones básicas de comportamiento que deben observar de tal manera que no se interrumpa la concentración de los actores y las actrices; o, para que el observador no sufra un repentino estado cataléptico debido a la perdida repentina de la movilidad del cuerpo, como consecuencia del impacto que puede provocar en la psiquis las escenas que se mostrarán durante la función; ese efecto se podría agravar si el espectador está atravesando el “síndrome de la abstinencia”, que puede conducir a que mantenga un temporal vago estado de conciencia.
Las luminarias de los locales están encendidas a su máximo esplendor, compiten en luminosidad con la claridad de la tarde de primavera: iluminan las fotos de actores y actrices que se presentan en sus mejores galas, si así, eufemísticamente, se puede catalogar al corbatín de laso que el actor lleva en su garganta o los pomposos aretes que la actriz lleva colocados en las orejas mientras el resto de la vestimenta es al natural. Los espectáculos en vivo los hay para todos los gustos: el que se realiza bajo las normas tradicionalmente establecidas, sazonado con algunas provocativas posiciones sin dudas sacadas del manual de Kama Sutra; está el espectáculo que utiliza algún artilugio para mistificar o acelerar el ritmo de los participantes; se ofrecen los que utilizan látigos, mientras ellas o ellos están enfundados en ajustados trajes de cuero que dejan al descubierto aquellas partes que, normalmente, en otras circunstancias, estarían protegidas, si fuese el caso, con un cinturón medieval. Los espectáculos pueden ser en solitario, en dúos, en tríos o cuartetos, pero no se escucha melodiosos acordes, sino un armónico jadear. Luego de treinta minutos o a 1 € por minuto, los espectadores abandonan el lugar. Al salir los rostros lucen sosegados pero se ven encandilados por la impronta de la luz vespertina: salen del funambulesco espectáculo para retornar al humano circo, cuyos actores continúan recorriendo por aquellas estrechas callejuelas decidiendo si ingresan o no a través del siguiente portal que se los abre como haciéndolos un guiño.
En este escenario de tórridos mensajes explícitamente visuales, un grupo de turistas americanas en medio de la mitad y la que cruza en edad, coquetean con los letreros, animándose entre ellas a ingresar a uno de los locales. Mientras que un conjunto de ruidosos turistas japoneses – hombres y mujeres - se intercambian de posición para que cada uno tome la foto del grupo, en cuyo fondo está un cartel exhibiendo a la última estrella recién descubierta que hará su presentación estelar esa noche. Recorrían mujeres musulmanas, con sus túnicas cubriendo la cabeza, sonreían y comentaban ante las vitrinas sobre las fotografías y los juguetes que sin impudicia y en libertad se exponían.
En las esquinas, mientras tanto, discretamente indiscretos, están presentes, como vigilando, corpulentos individuos, algunos de ellos con esplendorosos aretes integrados por brillantes engastados en oro, o estrellas doradas adornando sus dientes. Están los engibadores o chulos, personajes que administran el negocio o que aseguran con no se altere el “chongo”. También están los mandilandín, individuos que atienden las necesidades de las fishficas, pecurias o hurgamanderas. Estos personajes tienen como responsabilidad asegurar la “protección” del cuerpo que está exhibiéndose en la vitrina. ¡Sí! vigilan los movimientos de ellas y de sus potenciales u ocasionales clientes. Como buitres a la expectativa de los despojos, observan sin observar a los visitantes. Estas guardias pretorianas cuidan el producto del que viven, se nutren, benefician y sin duda lo utilizan en sus momentos de solaz.
Las luminarias escarlatas, frente a mis ojos, se apagaron. Retorno cerrando tras de mi una de las puertas que convocaron a Harry. Los “dildo”, palabreja originalmente utilizada para describir un instrumento náutico de madera destinado a asegurar los remos en las canoas, quedan atrapados entre los ventanales en donde se los promociona o en las cajas de cartón que, con seguridad, serán transportadas por alguno de los visitantes. Veo nuevamente los maniquíes de sonrisa congela, esta vez ataviados con humanas galas: promueven los colores que llegan con la primavera. Cientos, miles de visitantes transitan por las estrechas aceras donde estos se exhiben, los miran extasiados por que también esas expresiones gélidas provocan para que irrumpan en otras puertas y accedan a dominios en dónde la discreción no es la norma.
Reconozco que hubiese sido llamativo recorrer el Sendero de las Luces Rojas durante la noche, ya que las tonalidades de las luminarias que acompañan a la fama del sitio se potencian durante las horas vesperales; pero también por que el crepúsculo esconde los rostros de angustia y soledad.
Luego del transito por el sendero de las luces rubí retorno al frenético mundo de tranvías y ambulancias. Al ruido de los miles de visitantes. Arribo a Central Station, obra del arquitecto Pierre Cuypers, construida entre 1881 y 1889: un edificio monumental y señorial. Cercano al ingreso a la Estación escucho, en aquel tumultuoso y parafernálico mundo, una voz al mejor estilo de John Denver. El cantante, con su guitarra colgando de su cuello, está acompañado de un trompetista: los dos incursionan con su ritmo y voz en la estridente calle. Unos cuantos se detienen a disfrutar del particular momento. El vocalista luce un raído traje que otorga su propia personalidad al callejero espectáculo. Algunas damas depositan unas cuantas monedas, otras se aproximan para expresar su aprobación del entretenimiento que ofrecen. Un grupo de adolecentes se detiene a escuchar. La luz de la tarde, con un sol incendiando el ocaso, dota de un particular resplandor a la trompeta, la guitarra se ilumina; la cara del vocalista y trompetista adquieren una luminosa y broncínea luminosidad en el momento en el que un indiferente transeúnte, acompañado de su perro, pasa justo a lado de aquellos, el cánido animal observa a los dos exponentes, intenta detenerse pero el humano caminante hala de la correa y lo obliga a continuar: el espectáculo continúa.
De retorno a Leiden, al igual que de viaje a Ámsterdam, ocupé la parte superior del tren. La visión del paisaje, un par de metros más alto, es más convocante. Luego de abandonar el entorno de las urbanas localidades y dejar atrás el sendero de las luminosidades carmesí, se deja ver una campiña con algún arbolado que más que nada cumple la función de poner límites entre la ruta del tren y los campos. Estos, sin embargo, lucen despoblados de árboles.
Los campos están preparados para recibir los sembríos de primavera; en alguno ya está presente un manto verde, incipientes plantas en proceso de desarrollo. De pronto, para un descuidado viajante, se dejan ver amplios espacios coloridos, uniformemente coloridos, que contrastan con el cerúleo cielo: amarillos, rojos, blancos, violetas, azules… ¡Sí! los tulipanes están en flor.
Mientras repaso el transito de este día, observo que en las aguas del canal, en Leiden, nadan impasibles una pareja de patos mientras el sol, con sus luces escarlata del atardecer, incinera las nubes en el horizonte.