Ruta de los colores: una saeta al corazón del horizonte

Escrito por Super User
Categoría: Relatos Creado en Viernes, 03 Octubre 2014 17:00
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El camino es tan largo y rectilíneo que de tanta largura, en la remota distancia, se juntan los bordes que lo perfilan configurando una afinada saeta que se incrusta en el corazón del horizonte. Al norte de Tanzania, en la frontera con Kenia, no serpentea esta interminable autopista trazada sobre las onduladas y polvorientas tierras de la amplia sabana, en la que señorean acacias espinosas, dispersos cactus candelabro, esparcidos pencos azules y enfiladas cabuyas blancas colmadas de frutos en proceso de maduración. Las ondulaciones que singularizan a esta larga y recta ruta cubierta de oscuro pavimento se disipan a la lejanía, distorsionando la visión de los pasajeros que, en esos momentos, raudos se desplazan a bordo de los escasos vehículos que por ella circulan. Las eventuales suaves y poco pronunciadas curvaturas, que de pronto surgen en lontananza, en la medida que se aproxima a ellas, como que se dejan seducir por lo derecho del interminable trayecto cuando finalmente enderezan su rumbo.

La carretera con su particular alineamiento aparenta camuflarse entre las amplias ondulaciones de la sinuosa topografía de la extensa planicie, sobre la que ocasionalmente irrumpen algunas elevaciones. Para el observador, las sinuosidades de la senda son evidentes cuando está en la cima de una onda topográficamente más alta con respecto a las sucesivas, caso contrario lo interpretará como una serie de camellones perfectamente que se difuminan en el distante paisaje o, como una larga y empinada pendiente cuyo final incierto puede deparar múltiples sorpresas.

Zona desértica en la que imperan vientos impetuosos seguidos por transitorios períodos de calma. Céfiro, cuando la fuerza lo seduce, arrebata a la calcinada tierra que prevalece en esta época de estío finas partículas del polvoriento suelo, ocasionando una cortina blanquecina grisácea que esconde a la vía y a las distantes montañas; mientras que las diseminadas arboledas forman escuadrones de sombras para combatir a las fuerzas de los vientos que pretenden desgajarlas con sus raíces del suelo que los sustenta. Están presentes en este inusual combate torbellinos engendrados por ventarrones cruzados que levantan gigantescas columnas saturadas de polvo, espectaculares y efímeras construcciones concebidas por Eolo, el señor de los vientos, para apuntalar el cielo. En este escenario funambulesco, la expectativa de observar por primera vez al legendario Kilimanjaro se diluye, las nubes y el polvo que saturan el aire hacen su trabajo: celosamente lo mantienen oculto tras la densa bruma que forman.

En este entorno de vientos, sol y polvo desprendido del suelo, a la distancia emergen solitarios caminantes únicamente perceptibles con la ayuda del zoom de la lente. Lucen atuendos en los que resalta el rojo y azul; igualmente suelen aparecer los contados vehículos que eventualmente transitan por la ruta. En la medida en la que los andantes o los motorizados se aproximan, ingresan en los sortilegios que la senda ofrece: desaparecen de la vista del observador cuando el paseante o el motorizado, en su andar, ingresan a una depresión que no permite divisar el horizonte, para volver a aparecer cuando el espectador domina nuevamente el panorama. Este entretenido juego de “magia” se mantiene por varios minutos hasta cuando configuran su presencia cuando finalmente se los alcanza, o cuando los vehículos desaparecen al integrase a la “saeta que se incrusta en el corazón del horizonte”. En estas apariciones y desapariciones el calor que irradia el suelo también juega con el expectante viajero, genera sensaciones visuales que le muestran a los sujetos, o a los objetos, como desplazándose suspendidos en el aire o avanzando sobre una gigantesca y brillante superficie que refleja sus distorsionadas figuras en un espejo inexistente.

En medio del bosque poblado de acacias espinosas, planta extraordinaria por sus propiedades curativas y efectiva para aterrorizar a la mala suerte y al espanto, se camuflan en el blanquecino y grisáceo ambiente las manyattas, chozas oblongas fabricadas con ramas cubiertas con una mezcla de estiércol de ganado vacuno, paja de mijo y barro: en ellas habitan los masai; están rodeadas por empalizadas para encerrar el ganado y evitar que escapen, como también para protegerlos del abigeato y, de los ataques de leones, hienas y leopardos. Son las bomas de estos legendarios guerreros.

La ruta, en su largura, introduce al viajante en nuevos paisajes. La topografía cambia. Montañas reemplazan a las sinuosidades de las amplias planicies. Sobre los espacios integrados por extensas sabanas y colinas que perfilan las serranías, las cabras y el ganado se desplazan acompañados por un atento vigilante, muchas veces casi un niño, quien tiene la responsabilidad de asegurar que el hato se mantenga en grupo. Los animales, de su parte, siguen las directivas de su líder manteniéndose todos juntos como protegiéndose unos a otros.

A lo largo de la negra calzada que por más de una hora y media acompaña a los viajantes, que dejó de ser la rectilínea, con mayor asiduidad se manifiestan curvas más pronunciadas que se acomodan a la dinámica topográfica que caracteriza este tramo del recorrido: en ella los caminantes son cada vez más numerosos. Los masai, ataviados con rojizas y azulinas vestimentas, ornamentan la dinámica campiña en el que predomina tierra colorada. Las mujeres van engalanadas con multicolores y brillantes collares sujetos a sus esbeltos cuellos, mientras que de los lóbulos de las orejas cuelgan largos, brillantes, coloridos y pesados pendientes de cuentas; en sus brazos exhiben gruesos brazaletes de cobre y de cuentas. Con el sebo de vaca mezclado con fino polvo de coloridas tierras decoran vistosamente sus cuerpos; mientras que lo jóvenes varones, por su edad y siguiendo las costumbres, los cubren con túnicas negras a la vez que pintan su cara de blanco, evidencia de su adolescencia. Los hombres invariablemente llevan consigo al menos una especie de vara de madera y, de ser el caso, una espada, como simbolismo de que ellos tienen el control de lo que acontece en su entorno familiar o comunitario. Quizá por ser domingo, día festivo y de mercado, la riqueza de los atavíos presentes fueron más intensos que en la cotidianidad.

En la medida en la que estamos próximos a Arusha, capital de Tanzania, pequeñas villas ubicadas a un costado de la vía son espectadoras del paso del viajante. En ellas las casas no reflejan los tradicionales sistemas constructivos, las paredes están levantadas con bloques mientras que para la cubierta utilizan calaminas (zinc). La mayoría de las viviendas las utilizan como locales para negocios en los que ofrecen alimentos, frutas, zapatos, bebidas, arreglo de llantas, muebles, ropa, carbón, cortes de pelo. A estos asentamientos humanos confluyen pobladores que arriban desde diferentes direcciones, unos llevan ganado – caprino y vacuno -, otros granos y cítricos. Llegan ataviados con vistosas y coloridas vestimentas que exhiben un amplio y diversificado rango de tonalidades: blanco, amarillo, celeste, verde, rosado, fucsia, gris, negro, matices que ornamentan la ruta.

El chofer acelera el vehículo como sintiendo que las horas lo persiguen. Debe retornar a Nairobi - Kenia, lo esperan otras 5 horas de viaje… por la “ruta de los colores”.