Viernes 14 de marzo, el bochorno del día se acentúa al final de la tarde. La administración del aire acondicionado de la oficina que temporalmente ocupo, motiva una suerte de “contienda” entre los que desean que la temperatura ambiental se deprecie algunos grados centígrados con respecto al estándar de la temporada y, los que prefieren el cálido calor que en estos meses predomina en Tegucigalpa. En medio de esa liviana escaramuza, afloran los colegas inquietantes del viernes de la tarde: “Es tiempo de cambiar la rutina diaria que desde hace casi un mes la sigues” comentan. Concluyen acentuando “¡No conoces Tegu!” – nombre abreviado de Tegucigalpa-. ¡Por supuesto que tenían toda la razón! considerando la inercia de las pasadas casi cuatro semanas: oficina - hotel – oficina. Debo admitir que, ocasionalmente, realicé caminatas por los alrededores del hotel Humuya, temporal sitio de residencia, que me llevaron a transitar por las calzadas vecinas.
En vista de las tentaciones de los colegas de jornada, abandonamos la oficina rumbo a un conocido bar de Tegucigalpa, a bordo de un Land Rover fabricado en los 80 que, si bien la carrocería y tapizado muestran el rigor de algunas jornadas, todavía tiene máquina para acompañar aún muchas aventuras.
En el trayecto al centro de la ciudad - o “downtown” como dicen los del norte – ingresamos al laberíntico sistema de calles y avenidas que configuran la red vial de Tegucigalpa, alegóricamente comparable con el de Creta, aquel laberinto construido por Dédalo en el que Minos ordenó que encerrasen al quimérico y temible Minotauro quien, periódicamente, demandaba sacrificios humanos para satisfacer su apetito.
Para el recién llegado a Tegu constituye un reto entender y familiarizarse con el sistema de calles, callejuelas y avenidas; e interpretar la señalética – cuando está presente -; como también un desafío traducir los códigos de comportamiento de choferes, transeúntes y policías. Es ineludible tener en cuenta, en aquel reto hermenéutico, que por varias calles no es factible transitar: existe la costumbre de limitar el acceso con portones que impiden el ingreso a quienes no residen en el lugar; estas seguridades las imponen los vecinos, en muchos casos, sin autorización municipal. Luego de descifrar las símbolos del ordenado desorden de las vías, llegamos al centro de la urbe, en cuyas estrechas callejuelas domina un caótico flujo vehicular en el que están representadas casi todas las marcas conocidas en el mercado automotor, de diversas cilindradas, así como modelos y años de fabricación.
Mientras circulamos por aquellas calzadas, una serie de antiguas viviendas comienzan a configurar el paisaje histórico que exhibe el centro de Tegucigalpa, la mayoría de ellas camufladas por el enmarañado cableado que cuelga de los postes o que están enrollados en ellos como serpentinas negras listas a ser lanzadas; enredo integrado por cables eléctricos, telefónicos, del sistema de televisión por cable y del internet, todos juntos, configurando una anárquica aglomeración que sin duda requiere de un especialista para descifrarla. Con cierta frecuencia los postes están comprometidamente inclinados por el peso de los cables; en ocasiones, por el azar de la mala hora, agobiados por la sobrecarga, se han abatido sobre vehículos que circulaban por el lugar, algunos de estos incidentes con desenlaces fatales.
El cableado, que se presenta cual gigantesco tejido elaborado por un dislocado insecto, cuelga como si fuese una hamaca que pende de poste a poste. No existe sitio en la ciudad en dónde no sea visible esa peculiaridad: en el centro histórico, en Lomas del Guijarro, como también en las diversas colonias que integran Tegu. El distorsionador bicho que confecciona redes con cables no es exclusivo de Honduras, está presente en la mayoría de ciudades que, alrededor del mundo, se expanden sin control.
Los muros de las residencias, edificios u oficinas están protegidos con cables eléctricos o alambres de seguridad tipo concertina, estas últimas ataviadas con navajas o “gillettes cuchillas” como los alambrados que suelen observarse sobre los muros de las penitenciarías con el propósito de impedir la evasión de los presidiarios. En Tegu están desenrollados a lo largo de los muros de las viviendas, como también lo están en el borde de los tejados, otorgando a la urbe un aspecto de campo de concentración o que el transeúnte deambula por los exteriores de una gigantesca prisión de alta seguridad. Tampoco resulta extraño que las ventanas y las puertas de acceso a la viviendas estén protegidas con barrotes de hierro, acentuando la sensación de que el entorno es parte de una fortaleza inexpugnable. Los guardias presentes en todas partes, armados, están atentos al desplazamiento de las personas y los vehículos. Este nivel de protección evidencia el grado de inseguridad que transmite la ciudad: como suele decir los propios catrachos “aquí tiran flechas”, una manera irónica para alertar que transitar por ciertos lugares está acompañado de una dosis de peligro.
La alambradas de protección están en casi todas las edificaciones que se localizan a lo largo de la ruta que utilizamos para desplazarnos hacia el centro de Tegucigalpa o barrio antiguo el que, en su tiempo, fue residencia de familias que controlaban o estaban vinculadas con el poder político y económico hondureño. Calles estrechas, algunas oscuras en las horas de la noche o con escasa iluminación. El movimiento de gente es intenso, compite con los vehículos. No es fácil desplazarse a pies, la estreches de las aceras impiden transitar con facilidad por ellas, más aún, con frecuencia, es necesario competir con los motorizados que las utilizan para estacionar su medio de movilidad.
Tegucigalpa, capital urbanísticamente complicada, sin un atisbo de ordenamiento: la planificación urbana impulsada por el ente edilicio es una materia que está literalmente ausente. La mayor parte de la estructura vial se acondicionó al desarrollo de las viviendas o los proyectos inmobiliarios. Si bien el centro de la urbe mantiene el diseño de la ciudad española clásica en cuanto a su trazado: la plaza central y la cuadrícula típica desde donde se proyectan las calles, las que, a las pocas cuadras, pierden la orientación original y se integran a la desordenada configuración actual de la citadina malla urbana. Como en todas las poblaciones de corte español, a un costado de la explanada está la iglesia, en este caso la catedral. Edificación alta, color taxo oscuro. En su portal el bullicio diario de vendedores de lotería, comerciantes, lustrabotas, jubilados y del transito, contrasta con el silencio reverencial que experimentan los visitantes en su interior, si bien está perturbado por la atenuada, sorda y distante resonancia producto de la combinación de sonidos acompasados y ruidos disonantes que se originan en la plaza principal.
Un “Calambre” por favor 1…
A una cuadra del templo mayor, en una de las esquinas, diagonal al salón de billares, una casa de un solo piso, de aspecto modesto, construcción antigua, tejas cocidas y paredes de barro pintadas de color crema y verde oscuro, constituye el sitio al que concurren, como una suerte de peregrinaje, una amplia gama de personajes con o sin tembladeras. El ingreso principal lleva a una pequeña sala dotada de tres mesas de madera y una barra en torno a la que se acomodan los más amigos o conocidos de los propietarios. Ingresamos por ese portal al tradicional bar de Tegu “Tito Aguacate”, inaugurado el 19 de febrero de 1945 con el nombre de “New Bar”. Es, sin embargo, que a partir de 1957 comienza a configurarse la historia de esta tradicional taberna, cuanto lo compra José Valentín Pereira, mejor conocido como Tito, quién trabajaba en aquel bar como mesero. La casa en la que se localiza y el negocio actualmente son parte del patrimonio histórico y cultural de Tegucigalpa.
En vista de que el ambiente principal estaba abarrotado de demandantes clientes, continuamos hacia una especie de pasadizo en busca de un espacio en donde acomodarnos, a través de él llegamos a un patio interior. No encontramos espacio todas las mesas estaban ocupadas, así que decidimos quedarnos en el corredor a la espera de que se libere alguna con las correspondientes sillas. Finalmente un grupo abandonó el estrecho pasillo, dejando libre un lugar en el que nos situamos.
El pretexto para visitar el tradicional bar “Tito Aguacate” fue degustar una famosa bebida conocida como “Calambre”, mezcla de licores que ha dado fama a la taberna, pues en su búsqueda han transitado por este local políticos, embajadores, poetas, escritores, periodistas, ciudadanos de a pies, entre la variada fauna de clientes. La bebida convocante consiste de una mezcla de vino tinto, ginebra, hielo, limón y azúcar. Esta tradicional combinación constituye la carta de presentación de la popular taberna. Tiene sus orígenes hace ya algunas decenas de años, a principios del siglo XX, gracias a Tacho Valle. En su bar conocido como “El Bosque” preparaba la combinación de licores y sus ingredientes a solicitud de los clientes, por que a decir de ellos daba buenos resultados para aliviar la saca, la goma, la cruda, la resaca, el guayabo o el chuchaqui – depende de dónde provenga el afectado para identificar por el nombre el estado emocional y del cuerpo, resultado de una noche de parranda o de jarana - que los tenía con una gran tembladera. Quienes la tomaban comentaban que los temblores que los aquejaban los habían abandonado luego de haber vaciado con avidez algunos vasos, originando así el nombre del elixir que quita los estremecimientos … “Calambre”… como que la vida nuevamente retornaba a un elevado y eufórico estado emocional. En la práctica, la tembladera desaparecía por que continuaron bebiendo la espirituosa mezcla hasta que la tuvieron bien arriba en la cabeza, olvidándose de esta manera del guayabo y las sacudidas espasmódicas involuntarias que lo acompañan. Quienes así han resuelto aquel estado, comentan que dos vasos de este preparado son suficientes para que comience a diluirse cualquier estremecimiento, espasmo, palpitación o temblequera que de pronto lleva consigo el ocasional bebedor. Suelen decir que un “clavo saca a otro clavo”, en este caso un “calambre” como que mitiga la “tembladera”.
Una vez que nos habituamos en el sitio escogido llegó el mesero presto a recibir las órdenes. Hubo quienes solicitaron ginebra con tónica, otros prefirieron ron con coca cola y limón. Para este ambulante del mundo andino fue requerido el “Calambre”, no por que haya tenido algún tipo de conmoción o espasmo previo o que una resaca me haya estado pasando factura, sino por que había que cumplir con el rito de la primera visita. Bebida dulzona de agradable sabor. Aconsejan no tomarla con el sorbete o pitillo con el que la acompañan, por que de hacerlo, los síntomas comienzan a apropiarse de la cabeza algo más temprano de lo que el protocolo establece. Recomendable comer un pequeño entremés, para ello entregan al cliente un plato pequeño en el que están papas cocidas, queso fresco, pepino y aguacate… de allí el segundo nombre del afamado bar.
como tienda de barrio….
El local estuvo abarrotado. Transitar por el corredor en el que nos encontrábamos no era tarea sencilla. Sin embargo, los vendedores ambulantes encontraban los modos para ingresar y deambular por el lugar, como si estuviesen en una familiar plaza del mercado de barrio. Sus ofertas se fusionaban con el bullicio de los clientes. Ofrecieron la lotería, garantizando que tenían el número ganador. Hubo quién ofertó huevos de tortuga marina, frecuente en estas épocas del año. Con el maní salado que compramos a uno de los vendedores, mitigamos el dulce sabor de la bebida. Llegaron los caramelos, los chicles, los chupetes y cigarrillos de una amplia variedad de marcas. Una señora en torno a sus cincuenta, arribó con una olla de la que surgían efluvios calientes de un preparado casero, ofreció “carne endiablada”: cocida con naranja agria, cebolla, ajo y chile (ají… y de los bien bravos); se la consume enrollada en tortillas de maíz - había que probarla pues… lo recomiendo-. Casi al terminar el primer vaso de la bebida espirituosa, ingresó un ambulante vendedor ofreciendo ropa: de uno de sus brazos colgaban medias de diferentes colores, mientras que del otro y de sus hombros pendían interiores para hombres y mujeres, la oferta fue amplia y de diferentes colores, los tenía de algodón y los tipo licra; ofrecían una amplia gama de tallas y modelos: largos y tipo tanga. También ofrecieron relojes de reconocidas marcas, al equivalente de tres dólares (70 lempiras): Rolex, Omega, Tissot, Casio, Lotus, Swatch, Cartier, TAG Heuer, Seiko, conjunto de marcas que no se las encuentra todas juntas ni en los más reconocidos locales comerciales, además a un precio muy tentador. Para completar la oferta tuvimos la oportunidad de comprar lociones “finas” que, por lo general, se las encuentra, todas ellas, en los “duty free” de los aeropuertos, en los que el “free” es para capturar a incautos olvidadizos que cargan remordimiento de conciencia con su esposa, con sus hijos, hijas o jefes y, por que no, quizá también con sus amantes: Aramis, Chanel, Paco Rabanne, Hugo Boss, Sex and City – Sharp, esta última la más buscada por la transitoria clientela.
El vendedor de la prensa brindó su propio espectáculo. Ingresaba al local con cierta frecuencia, lo hacía cada diez o quince minutos para ofrecer los diarios del día, que a esa hora de la noche ya nadie los compra ni los lee. La primera vez tenía los periódicos bien ordenados, colocados en una especie de carpeta de cartón que sostenía en su mano izquierda. Así los mantuvo durante sus varios y programados ingresos hasta que, en una de las entradas, lo observamos salir del patio interior luego de circular varias veces ofreciéndolos en venta pero, esta vez, los tenía enrollados bajo su brazo; casi no se podía sostener en pie -como que la tembladera le llegó anticipadamente-, lo ayudaba a mantenerse erguido uno de los tantos asiduos visitantes del lugar. La venta de los periódicos justificaba la entrada al bar para, una vez en el entorno de las mesas, consumir el resto de licor o cerveza que suelen dejar los clientes cuando abandonan el local. Al dejar la puerta de acceso que da a la calle, hasta donde lo acompañó su ocasional lazarillo, tornó su cabeza y con un movimiento de su mano esbozó un ademán como diciendo “no se retiren del bar…. pronto estaré de regreso para ofrecer las últimas noticias con los chismes que se escuchan en ‘Tito Aguacate’ ”.
… rincones
Los espacios interiores de la taberna transmiten la sensación de ingresar a una casa permanente habitada. El corredor en el que nos ubicamos, en la práctica, está poblado de sillas, mesas de madera y viejos sillones. Baldosas rojas, ocre y grises, desgastadas por el uso y por los años, engalanan el piso del local. Las Jabas de cerveza arrumadas en el portal estrechan el ingreso al patio interior, el que está cubierto de zinc para tener mayor espacio para atender a los clientes, en él está la lavandería de ropa y de los trastos de cocina. La evidencia de que temprano en la mañana había sido utilizado el lavandero, yacía guindada en los tendederos para secar, allí reposaban unas pantalonetas, un delantal y unos viejos pantalones de mezclilla. En el lugar también permanecían grandes ollas de aluminio, arrumadas sobre la plataforma en la que se lava la ropa. A un costado, en un rincón, contra la pared, estaban un conjunto de escobas y trapeadores.
En la parte interior del patio se localizaban los servicios higiénicos. La puerta del baño de caballeros en realidad consiste de una cortina roja, entreabierta, en el fondo los urinarios se exhiben a la clientela con un atenuado rojizo pudor. El de las mujeres cumple las pundonorosas formalidades, pues se trata de una puerta de madera, color blanco. Los baños no disponen de agua corriente, al ingreso está un gran bidón azul y, junto a él, varias canecas en las que el interesado, o la interesada, deben llenar una de ellas y llevarla consigo cuando ingresen a satisfacer sus necesidades biológicas las que, por el volumen de cerveza que se consume, son frecuentes y obligadas las visitas.
de visitantes y debates
Atiborrado de gente: jóvenes, adultos y muy adultos forman parte de la cotidianidad del local que religiosamente, y por tradición, cierra a las 21:00h! Lo abren a partir de las 11:00h. No ofrecen servicios los domingos, aquello corresponde a la iglesia. La gran mayoría de ellos se conocen, es un bar de los catrachos de Tegucigalpa que tiene su historia y sus glorias.
En él se pueden encontrar representantes del cuerpo diplomático. Recuerdan que Larry Palmer, diplomático norteamericano, cuando estuvo de embajador en Honduras, no perdió la oportunidad de demandar por un par Calambres, los apuró en el bar; también los habría preparado él mismo en la residencia de la Embajada… no comentan si lo hizo para curarse de las tembladeras y si el “Calambre” surtió efecto. Lo visitan militares con y sin charreteras. Los de la cooperación internacional lo hacen también en busca de la espirituosa bebida, como también los turistas. Son, sin embargo, los hondureños los principales clientes.
El bar ha sido y es escenario de debates políticos, discusiones filosóficas, encuentros de artistas, disertaciones poéticas, refugio de bohemios; y, por supuesto, para celebrar los triunfos o llorar las derrotas del Olimpia, popular equipo de futbol local. Sitio de reunión de periodistas, de banqueros, abogados y jueces. Atribuyen a este bar el espacio en el que camuflados por las botellas de cerveza, las rondas de rones y sin duda “Calambre”, realizaban reuniones políticas los siempre frustrados opositores al régimen de turno; incluso que llegaron a organizarse conspiraciones cuando ese fue el deporte favorito practicado por ciertas élites civiles y militares allá por la década de los sesenta y setenta. Constituye también un referente para dar cuenta de chismes y rumores del último negociado, de los arreglos en el Congreso, de algún lío de faldas, que luego la prensa lo pone a consideración de los lectores.
las mujeres también se acalambran
Las mujeres tienen su propia historia. No permitían su ingreso ni siquiera acompañadas sea ya por el “esposo, el marido o el amante”, así expresan el rigor de la prohibición. En el 2009, finalmente, consintieron que ellas también pudiesen ingresar solas o en grupo o, si las apetece, no acompañadas ni por el esposo, ni por el marido, ni por el amante. Y esta noche, en el sitio, había algunas mesas ocupadas por damas, sirviéndose cerveza y la cotizada bebida. Una señora de edad, que portaba un vestido rojo, chompa blanca con estrellas y lunas, hacía gala de un exquisito discurso que eclipsaba a las estrellas y las lunas de su vestimenta, mientras sus contertulias lucían embelesadas con la fluidez de las palabras, a la vez que, cada cierto tiempo, prorrumpían en sonoras carcajadas.
Una rubia de perfiles nórdicos, sentada en torno de una de las mesas ubicadas en el patio, destaca con su figura y movimientos. Tiene consigo una botella de cerveza en la mano izquierda, a la altura de sus labios, mientras gesticula con la derecha. Deja caer su pelo largo sobre sus hombros, lanza una mirada coqueta al moreno alto y fornido que tiene a su lado, lo observa atenta mientras este, de manera teatral, hace figuras con sus manos a la vez que deja escuchar su sonora y alborotadora voz. La rubia cambia de posición, está embutida en una licra ajustada que perfila sus curvas y resalta sus movimientos, cruza las piernas, recoge su cabello dejando al descubierto su largo, blanco y “enjirafado” cuello, mientras apura un nuevo sorbo de cerveza. Algo la conmueve del discurso de su acompañante, mientras nuevamente suelta el pelo y contempla a su interlocutor con unos expresivos convocantes ojos. Deja la cerveza sobre la mesa, pagan la cuenta y abandonan el lugar evadiendo la serie de sillas y mesas que, a esta hora de la noche, se encuentran desordenadamente distribuidas. Es parte de un grupo de norteamericanas que siguen ordenadamente a su guía. El vendedor de periódicos está atento a este desplazamiento, apresurado de caminar vacilante, ingresa nuevamente ofreciendo la prensa; esta vez el conjunto de periódicos lo lleva sujeto por una cuerda que pende de su cuello a modo de collar.
La mesa que ocupo la comparto con una dama de piel cobriza que exhibe un desteñido pelo color vino, mientras su compañera hace alarde de sus uñas pintadas de azul y blanco en las que destacan estrellas fugaces y medias lunas. Las dos disfrutan de un pequeño plato con la tradicional picadita que ofrece el bar. Las acompaña un colega de ellas que dice haber transitado por Belice y Costa Rica, aquello lo intuyo de las anécdotas y aventuras que las contaba sobre su tránsito por aquellos países.
… para que no se suba a la cabeza
Un nuevo “Calambre” aparece para este ambulante andino, el mesero llega sin previo aviso. Situado frente a la mesa inicia un rápido movimiento de sus brazos: a modo de danza comienza a batir rápidamente el líquido contenido en un frasco de mayonesa, una vez que la mezcla luce homogénea la vierte en el vaso del que este ambulante ya había vaciado el primer Calambre…. La rutina es esa, el vaso no se cambia… es el mismo… cada vez que se desea nuevamente la célebre bebida … pues el mesero cumple con la rutina y la danza. La segunda bebida esta lista para sorberla… mientras que la primera ya comienza a pasar factura: justo en este momento llega un consejo del que comparte la mesa y acompaña a las damas, “no utilice el sorbete para beber el Calambre si es que no desea que se le suba rápido a su cabeza”… un poco tardía la exhortación.
Mientras de manera pausada ingiero la bebida, una señora de edad, extiende su mano a los diversos asistentes solicitando una lempira. Viste una camiseta roja, falda amarilla con globos. Esboza una sonrisa que deja ver sus encías despobladas de las piezas dentales, únicamente se distinguen los caninos. El pelo, algo canoso, están recogido con un lazo blanco construido con tiras de un paño raído cuyo color rojo se diluyó en el tiempo.
como en casa…
Los clientes, los que la frecuentan, se mueven por el local como si fuera su casa. El salón principal, que tiene la barra azul, resulta pequeño para el número de visitantes, en él suelen situarse los de confianza. Aquellos que están tras la barra, son los más amigos o allegados a los dueños. Hasta allí caminamos con el segundo vaso de “Calambre” a medio llenar. El dueño, Fernando Pereira, grueso y alto, invita a pasar del lado de la barra de los amigos, allí la obligada fotografía del recuerdo. Las botellas de licor que se exhiben en los estantes evidencian la variada oferta: están el grupo de cervezas como la Salva Vida, Port, Royal y Barena; también los licores fuertes: el afamado ron blanco, el ron oro, whisky, vodka, el infaltable vino tinto, ginebra … lo hay para todos los gustos.
En medio del bullicio resuena el rasgar de una guitarra. Los primeros acordes que se escuchan corresponden a “Hey Jude”, que motivan a un dúo acompañar con sus voces al guitarrista: invaden con el canto y la música el estrecho pasillo. Dos clientes, a quienes la cerveza y el calambre ya los estaba pasando factura, deciden unirse al espontaneo conjunto, uno de ellos utiliza el tablero de una de las mesas de madera como elemento de percusión, mientras que el otro con una cuchara que abate contra un vaso trata de seguir con el ritmo que imponen los cantantes y el guitarrero.
Un lustrabotas desarrapado ingresa mirando al suelo, allí está su negocio. Ofrece sus servicios a los clientes. Carga una pequeña caja de madera en la que guarda sus herramientas, además de que lleva un pequeño banco que lo utiliza para sentarse mientras presta sus servicios. Esta vez no tuvo fortuna, no hay quien tenga interés en abrillantar los zapatos. Retornará más tarde a otra vez ofrecer su oficio.
Nuevamente el dúo comienza a entonar La Bamba, a capela. Luego se silencia para iniciar con una ranchera. Emprenden con “No volveré.. te lo juro por dios que me mira…” de José Alfredo Jiménez, el guitarrista decide acompañar al dúo cantor, al tiempo que varios de los presentes se unen generando un transitorio y destemplado coro. Más tarde uno de los cantores experimenta con “Amada es imposible borrar de mi memoria.. me persigue el recuerdo de tu extraño mirar.... esa risa tan tuya y labios tentadores…”, que atropelladamente sacude mi memoria al recordarme la época rocolera de los tiempos de residente en la ecuatoriana Esmeraldas morena; los conocedores la identifican con “Reminiscencias”, canción de julio Jaramillo. Entre los presentes evocan las tonadas de JJ y su tránsito por esta tierras.
Al costado del patio, un viejo árbol, del que no se pueden observar sus ramas, salvo el tronco, rompe el esquema de sillas y mesas desordenadas atiborradas de botellas de cerveza y vacíos vasos que contenían “Calambre”. En un rincón, sentado en una silla con su cabeza reclinada sobre su pecho, el voceador de periódicos, luego de sus maratónicos recorridos alrededor de las mesas en búsqueda de los sobrantes de las bebidas que se quedaron estacionadas en vasos y botellas, finalmente quedó “fondeado” – dormido, según los catrachos -, el paquete de periódicos yace entre la silla y sus piernas.
En el Bar la política no es ajena en la cotidianidad. En las paredes, como para recordar a los concurrentes, están pegados afiches de Pedro Grave de Peralta, promocionándose para diputado; de Juan Orlando Hernández y de Jorge Zelaya, el primero para presidente y el segundo para diputado; y de Carlos Padilla para diputado, cada uno representando a un partido diferente. Tampoco están ausentes las promociones: en una de las paredes cuelga un aviso que alerta “Al tomar no maneje”, así como otro que invita a interesados a realizar un “Casting” para propagandas en TV; avisos colocados por los interesados, adheridos a la pared con cinta pegante.
Al momento de cancelar la cuenta, un par de clientes ya pasados en copas – “apichingados” dirían en leguaje catracho - discuten quién la pagará. Uno de ellos recuerda al otro que el que debe solventar el valor total es su compañero por que fue quien invitó, su acompañante al medir la cantidad de “tablas” (lempiras) que deben cancelar y el tamaño de su bolsillo, propone compartir. Entre abrazos y panita yo te estimo y eres mi mejor amigo, el forcejeo verbal se prolonga por unos cuantos minutos. Entre ellos, como tratando de alivianar la discusión, actúa una tercera persona que exhibe un cercano parecido a uno de los personajes de las tiras cómicas “Los Cavernícolas”, aquellos de “Trucutu”: alto, rechoncho, de cabeza muy pequeña que apenas sobresalía de sus hombros; luce una amplia camisa “arcoíris” orlada con colores planos que le cuelga sobre los hombres, llegando hasta bien por debajo de su cintura como una suerte de bata, contrasta esa vestimenta con el pantalón negro que utiliza. Finalmente se ponen de acuerdo los colegas luego de que uno de ellos asevere que sí votó por Juan Orlando, a la vez que deciden “rascar el galillo” por un rato más con otra ronda de “Calambre”.
Los teléfonos celulares son compañeros de jornada, varios clientes, hombres y mujeres, están atentos a los mensajes. Cumplen el rito de estar pendientes a lo que llega, para dar la inmediata respuesta que del otro lado esperan. No faltan las fotos y el entorno en el que se encuentran para luego enviarlos a las amistades que no llegaron, a las que a la distancia las extrañan, las que sentirán nostalgias; o, algunas o algunos que de pronto sientan ardores por que no fueron invitados o, por que el brazo en el abrazo que evidencia la foto se deslizó rebasando el límite de los solemnidades establecidas. Entre los mensajes que leen y contestan, y las llamadas telefónicas, mantienen el ritmo de la conversación y las risas, si bien en alguna de pronto como que se borró la sonrisa.
El protocolo de funcionamiento obliga a concluir la jornada de “Calambre” a las 21:00h. Las ventas ambulantes, los mendigos, las sesudas reflexiones filosóficas que por un momento resolvieron los problemas del mundo continuarán al siguiente día. A la salida del local, la Luna, casi llena, se muestra en el cielo, apenas unas cuantas nubes transitan por el horizonte. Un tenue matiz argentino pinta las hojas, así como a los esbeltos, los voluminosos o los delgados cuerpos de las que ofrecen a los transeúntes servicios pasajeros y que se esconden tras el escaso arbolado a esa hora de la noche.
La jornada aún no ha concluido. A escasos metros de “Tito Aguacate” los anfitriones sugieren continuar con vodka y patas de pollo brosterizado. Nos dirigimos al que en su tiempo se lo conoció como “Chico Club”. Este sitio, en su tiempo, fue exclusivo de la aristocrática sociedad de Tegu y de la elite política y económica de Honduras. Allí celebraban reuniones los políticos, los empresarios y lobistas, en donde definían el destino del país, nombraban candidatos a presidente, designaban ministros, acordaban negocios.
El lugar está saturado de gente de diversas edades y orígenes. Son escasas las mesas que están libres, así que se decidió por compartir una de ellas con una pareja que evidenciaba ya una larga estadía en el local: sobre la mesa se distinguían dos “baldes” llenos con botellas vacías de cerveza mientras que el tercero estaba en camino. Un conjunto musical, integrado en su mayoría por jóvenes, ameniza la noche con melodías de los 60 y 70: los Beatles, The Rolling Stones, Queen, Santana… . pero también entonan las legendarias de Isabel Parra y Pablo Milanés; suena algo extraña la mezcla de las corrientes musicales. Las nostalgias de aquella época comienzan a manifestarse por que la música y el vodka como que configuraron una peligrosa ecuación, así es que, antes de que permeen por los poros y se dejen evidenciar los recuerdos, sin discusión, cancelamos la cuenta, para una vez en la oscura calle observar que la luna había transitado ya un largo trecho de su diaria ruta por la bóveda celeste.
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