Callejón Oscuro

Escrito por Alfredo
Categoría: Relatos Creado en Jueves, 09 Octubre 2014 01:03
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Callejón Oscuro

© alfredo carrasco valdivieso / Huaraz, 14 de Mayo de 2002 

El final de la tarde está cerca. El día había sido intenso. 80 comuneros, el uno frente al otro, formando dos filas, se miran impertérritos, mientras el viento frío azota sus adustos y curtidos rostros. Están en la plaza del pueblo. La iglesia, de adobe, con una retorcida puerta de madera y una vieja campana que cuelga de una apolillada viga, configuran el expectante escenario. Lorenzo, silencioso, con la cabeza inclinada, está parado al inicio de las dos hileras. De fondo, el Huascarán captura los últimos rayos enrojecidos del sol al atardecer.

“Soy Carmen”, dice en la carta que dirige a la Junta de Viejos, del Pueblo. “A la Carmen que el Lorenzo llamo mi “Yanañawui huarmi”. Sí, así lo hizo, caminando entre las queñoas (Polylepis) del Llanganuco, la laguna de aguas turquesa. Al pie del Huascaran, me dijo que le cautivan mis ojos negros. Me escondía entre las enramadas del abultado bosque. Él, me seguía con su mirada, trataba de atraparme con ella. Yo! era joven, apenas cumplidos los 16”.

Carmen, le da un fuerte y prolongado abrazo al Lorenzo. El chofer del Bus impaciente espera. Hace sonar la bocina para apresurar la despedida. La Carmen está obligada a realizar un largo viaje. El Bus lo llevará a Chiclayo, allí espera tener la respuesta. La noche sombría acompaña la despedida, extrañamente no brillan las estrellas, las nubes obscurecen aún más al lóbrego cielo.

“Las ovejas diariamente las conducía a los pastizales de la comarca”, continua la misiva. “Temprano me levantaba. El Lorenzo allí estaba, esperando en la tranca de mi casa. Su mano suavemente acariciaba la mía, me acompañaba al cerro. Yo, allí me quedaba acompañada por las ovejas. Él tenía que labrar la tierra, y regresaba al caer la tarde, luego de la jornada cumplida junto a su taita y a su mama”.

La Natividad, se levanta temprano. Debe preparar el desayuno y arreglar al Vicente para que vaya a la escuela. Aquel día cuando lavaba la ropa en el río, el Rufino raudo corrió por frente de ella, haciendo salpicar agua a su cara y mojando sus ropas. Con una pícara sonrisa se sentó en la piedra de enfrente, a escasos metros de donde la ropa lavaba la Natividad. Tempranamente conoció al Rufino. Ya antes lo había visto en el pueblo, mientras hacía los mandados de la casa. Siempre estaba allí cuando asistía a la iglesia, cuando salía de la escuela, cuando jugaba con sus amigas a saltar la cuerda: la sonreía traviesamente, casi no hablaba. Sí, el Rufino, cada vez que podía se cruzaba en su camino. Ese día, en el río, la pidió un besó.

“Huarmi!... ahorré centavos!, dijo el Lorenzo”… está escrito en la carta que reposa en las temblorosas manos del viejo del pueblo. “Carmen he trabajado duro la tierra. Callosas están mis manos de llevar el arado, de mover las piedras, de cortar la madera, de levantar la leña, de sembrar la tierra, de cosechar el trigo, las papas y el maíz. Curtida está mi piel por el viento frío y sol del medio día. Pero mi corazón vuela ligero y domina las alturas como el cóndor. Carmen, sí, ahorre centavos para compartir contigo. Para construir el corralito, para comprar la vaquita, para sembrar los árboles y tener la leña para el fogón, para levantar las paredes y poseer nuestra cama, para criar nuestros hijos. Sí Carmen, quieres ser mi mujer. Mañana digo a tu taita y tu mamá que con la cosecha de marzo, la del maíz, haremos en el pueblo la fiesta del casamiento. Sí, así dijo el Lorenzo”.
Con el hijo en el vientre, la Natividad carga la ropa. Apresura su paso para llegar pronto al río, antes de que las otras ocupen los espacios y vean que el vientre crece; antes que las otras pregunten por el Rufino. "Sí, ese día en el río le di un beso y algo más. Fui dueña del Huascarán  .... no! de toda la cordillera blanca fui dueña ese día. El mundo de las montañas estaba a mis pies. La sangre se aceleró en mi cuerpo adolescente: teníamos 17. Luego el silencio se hizo profundo al final de la tarde. Se perdió en la noche, para no regresar más." 

“En la fiesta no faltó ni la chicha, ni el maíz, ni la quinua, ni la carne de cordero, ni la de cuy, ni la de res, ni la de pollo, ni la de chancho. No, no faltaron ni los taitas ni los abuelos; tampoco faltaron los hermanos, las hermanas, los tíos, las tías, los sobrinos y sobrinas y los amigos y amigas de él y de mí; ni los vecinos faltaron. En la iglesia, la de barro, la de la puerta torcida y de madera antigua, la de la viga apolillada que sostiene al campanario, en esa el taita cura hizo jurar a los dos. Sí, toditos estuvieron, incluso el taita cura. Testigos son de la promesa que hicimos ante el altar: juntos en la alegría y en la tristeza, en la salud y la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza. Sí, acepto, eso dije yo ante la virgencita María, ante jesusito, ante el cura y ante el pueblo, y viéndole a los ojos al Lorenzo también le dije! El Lorenzo también lo repitió. Testigos son, sí, todititos ellos!....”, se lee en la misiva que pausadamente repasa el anciano del pueblo.

Los meses transcurren lentamente dos... tres... cinco... seis. El Lorenzo, aró la tierra, sembró el maíz, arregló el cerramiento del corral, colocó nuevas tejas en el techo; fabricó nuevos adobes para ampliar el espacio de la cocina. Plantó nuevos capulíes. Compró cuyes, ya son veinte los que libremente corren por la cocina, en el duro suelo de tierra. Dos chanchos habitan en la chanchería, gordos están. La cosecha está lista y hay que levantarla. Pide ayuda. Allí están su padre, su madre, sus hermanos y algunos vecinos. También llega la Natividad, la hermana de la Ana esposa del Pedro -, si aquel amigo que viajó con él a Chimbote, cuando tenían doce, para trabajar -. La Natividad prepara la comida, desea participar del Ayni por que hay que dar de comer al Vicente, el que ya va a la escuela, el que ya tiene cinco años. 

“Cinco años nos levantamos al alba, juntos, a ver como se pinta de amarillo el Huascarán. Él salía temprano en la mañana luego del desayuno. Había que levantar las cosechas, que cuidar al toro, que cuidar a la vaca y a la ternera, que vender el fríjol, que comprar el abono, que desyerbar las zanahorias y las coles. Que cosechar los capulíes. Que pelearse con el vecino por que se roba el agua de riego. Que espantar los perros por que molestan a los chanchos y se comen a los cuyes. Yo, cocinaba el desayuno, el almuerzo y la merienda, llevaba el almuerzo al Lorenzo; fregaba los trastos en la quebrada, fría era el agua. En la montaña buscaba la leña, limpiaba la casa, cortaba la yerba para los cuyes y limpiaba la cuyera, ordeñaba la vaca, cargaba los desperdicios para los chanchos. Tarde llegaba él luego de la jornada del día. Arreglaba los aparejos de la labranza. Despacio comía la merienda. Por las noches conversábamos sobre el día, sobre el mañana, sobre la siembra del próximo año. Sobre los hijos que quisiera que ya vengan”. Leía el anciano en voz alta.
 

El Lorenzo, en la Plaza del Pueblo camina en silencio. Recuerda a la Carmen. Como todas las semanas, va donde el Jefe Comunal. “Qué tiene para mi”, le dice. “Nada Lorenzo, no tienes nada...” repite mecánicamente el Jefe. Se recoge solitario en un rincón de la plaza para releer la última misiva de la Carmen, la que llegó ya hace cuatro semanas. Que los exámenes todavía continúan, que el doctorcito dice que debe esperar más tiempo. Que está trabajando de domestica, en la casa del Alcalde. Tiene hambre, tiene frío, tiene sed, tiene soledad.

El anciano hace un alto en la lectura. Levanta los ojos y observa a los concurrentes que en silencio escuchan lo que pausadamente lee. Son más de cien, sentados en el salón de la comuna, están casi “todititos” de los que estuvieron en la iglesia, el día del casamiento.

“A Chiclayo me fui, por que Pachamama no fertilizaba mi vientre. Allá me dijeron que un doctorcito podría curar, hacer que los hijos vengan. Sí, queríamos al Lorencito para que su papá le enseñe, a la Carmencita para que acompañe a ordeñar a la vaca y a dar de comer a los cuyes, y a la Camila y al José. Sí, allá estuve seis meses: sola, soñando en los encuentros con mi Lorenzo”, continúa el anciano.

La Natividad tiene hambre, tiene frío, tiene sed; tiene hambre, frío y sed de un abrazo profundo, que aplaque sus urgencias telúricas y apasionadas. Que la haga revolcar por la tierra, que la haga volar por encima de los glaciares de la blanca cordillera. Tiene ganas de gritar. El Lorenzo y la Natividad sacian intensamente el hambre, el frío y la sed que les abruma. Se encontraron en la chala. Luego de la siega del trigo. El maíz cocido y la chicha del tiempo del Ayni fueron los que provocaron los desencuentros. Aquellos desencuentros ocultos que todo el pueblo conoce.

“Yo, la Carmen, la Yanañawui huarmi del Lorenzo, apelo a la Junta de Ancianos del Pueblo”, lee en la carta el taita viejo. “Si, apelo por que hace dos semanas, cuando el dotorcito decía que el Lorencito, la Carmencita, la Camila y el José si son posibles, el Pedro, el de la Ana, me dice de los desencuentros del Lorenzo y de la Natividad. Viento helado del Huascarán bajó, doler hizo el corazón. El juramento... la promesa ante toditititos se escapó como agua de jalca entre las manos. Pero tradición existe, y apelo a que esta se cumpla”. Está escrito firmemente en el último párrafo.

El comunero pide la palabra. Dirige su mirada al silencioso Lorenzo, mira a la acusadora, a la Carmen que no deja de observar al Lorenzo. Demanda al Lorenzo que declare si los desencuentros con la Natividad tuvieron lugar como dice la Carmen. La tenue luz de una bujía de 40 vatios apenas ilumina la cara del Lorenzo. Los músculos de su cuerpo están tensos. Sus uñas se hunden en la callosa piel de las palmas de sus manos. Levanta lentamente la cabeza, mira al anciano que sostiene la carta, mira a la Carmen. Se hace un profundo silencio en el salón comunal. El Lorenzo mueve lentamente su cabeza en señal afirmativa. Un suave murmullo rompe el silencio que impera en la sala! Se confirma lo que todos en el pueblo conocían. El anciano se levanta y con la autoridad que le reconocen los comunarios, emite la sentencia: “En la plaza del Pueblo, el Callejón Oscuro para el acusado”.

La Natividad, cobija su hambre, su frío y su sed con el viejo poncho, el de los desencuentros con el Lorenzo. El que servía de cobija en la jalca o de colchón en la chala. Esta noche es más fría, el viento sopla más fuerte. Sólo un plato adorna la mesa, pues el Vicente está en la casa de los abuelos.

Las manos caen rápidas, frenéticas y fuertemente sobre la espalda, cada golpe es seco, el sonido hace eco en los campos. Tiemblan  los glaciares del Huascarán. El Lorenzo lentamente camina por en medio de las dos filas, lleva la camisa en su mano izquierda, su torso está desnudo, y el espinazo encorvado.  Cada golpe le recuerda al río en dónde conoció a la Carmen, a la Carmen cuando tenía 16; el agua turquesa de Llanganuco, el juego a las escondidas en el bosque de queñoa (Polylepis). El golpe del taita le recuerda los años en Chimbote cuando el patrón hacia trabajar de sol a sol y no había paga por la jornada. Sí, le recuerda por que sus manos están callosas y su piel curtida. El golpe del Pedro, le recuerda a la Natividad en el Ayni, en la chala. Cada golpe y cada paso que da le distancian del inicio y le acercan al final, al nuevo y envolvente inicio.

El Huascarán se ensombrece, la noche inicia su jornada. Al final, el Callejón Oscuro se dispersa en silencio, cada uno de los comuneros organiza mentalmente la jornada para el siguiente día. “Hay que levantarse temprano para traer el agua para el riego” grita uno de ellos, recordando que le toca el turno a la comunidad. El Lorenzo, alejándose lentamente de la plaza, comenta en baja voz: “allí estaré”.

El caldo de gallina está caliente, listo para ser consumido: hay dos platos sobre la mesa. La Carmen arregla la cama. El día fue largo, la noche es clara, la luna brilla intensamente en el cielo.