recta infinita

Escrito por Alfredo
Categoría: Relatos Creado en Martes, 11 Agosto 2015 21:16
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© alfredo carrasco valdivieso 

santa cruz de la sierra, bolivia, marzo del 2002

Conocer las misiones jesuitas de Santa Cruz, Bolivia, resultaba demasiado atractivo como para dejar pasar la oportunidad. Pero, visitar aquellos sitios implicaba en el próximo día y medio un viaje de cerca de 750 km., US$ 120 por el alquiler del taxi, una ayuda extra de US$ 30 por la rotura del parabrisas posterior y US$ 25 por el hotel, y algo más para el “cucayo”!!.

La primera vez que escuché sobre las misiones jesuitas fue en Australia, durante la reunión anual del Comité de Patrimonio Mundial de la UNESCO que se celebró en Cairns en el 2000. Leí una muy breve reseña sobre el estado de este sitio de Patrimonio. Tiempo más tarde, en una nota de prensa, encontré el siguiente relato que tiene relación con la zona:

 “El 10 de agosto de 1697, se da un enfrentamiento entre los piñocas (indígenas chiquitanos) contra los mamelucos paulistas (brasileños) que acechaban a la población de San Javier con el afán de reclutar esclavos. 300 nativos flecheros junto a 130 soldados españoles, enviados por la gobernación de Santa Cruz, repelieron a los mamelucos (300) que incursionaban hasta las reducciones. En el enfrentamiento murieron 296 mamelucos y 8 de los defensores”.

Con la mente en “mamelucos” y “defensores, al mediodía del 11 de agosto del 2001, partí de Santa Cruz de la Sierra, ciudad fascinante, dinámica, motor de la economía boliviana. La ruta, llena de sorpresas, es variopinta, allí se conjuga la opulencia y la pobreza. A lo largo de ella son comunes extensas fincas o estancias, cada una de varios miles de hectáreas, así como poblados con escasa infraestructura básica. La gente es amable y sencilla, orgullosa de ser o residir en la región “camba”. Buena parte de la vía es asfaltada, mientras que cerca de las misiones el camino es lastrado; el sol del atardecer o la lluvia potencian la tonalidad rojo intenso de la tierra. Rectas largas, infinitas como la esperanza de sus habitantes, son comunes en el trayecto.

La mayor parte de la jornada transcurre a lo largo de un lugar vasto e interminablemente plano. Lugares suavemente colinados, muy cerca de las misiones, contrastan, repentinamente, con la invariable topografía plana de los primeros 250 km. Viejas rocas graníticas vencedoras de las inclemencias erosivas del tiempo, modulan al paisaje y le dan personalidad a una parte de la ruta entre San Javier y Concepción. La tersa y extensa configuración de Santa Cruz y el Beni contrasta súbitamente con la arrugada geografía andina boliviana.

El otrora abundante bosque primario, con su rica biodiversidad, prácticamente ha desaparecido en esta región. Pocos son los árboles que quedan en pié en los extensos campos agrícolas y ganaderos, árboles que apenas suministran sombra a los vacunos y garzas bueyeras que desean escapar del canicular sol del mediodía. Escasos son los parches de bosque que aún permanecen “intocados” cerca de la carretera. Mientras tanto la ya insuficiente madera se apila a la vera del camino en espera de ser transportada por la recta infinita.

Los guayacanes con sus flores amarillo intenso, contrastan con el profundo azul del cielo. Solitarios en medio de los pastizales azotados por la aridez y, en muchas zonas, por la erosión; testigos silenciosos de la rica floresta irremediablemente perdida. Los acompañan los tordos, negras aves como la noche sin luna, vestidas de luto eterno, cuyo canto recuerda a muchos otros cantos que ya no se escuchan y que se fueron con el bosque. 

La soja, el maíz, el girasol y el arroz, así como la ganadería son importantes componentes que aportan a la economía local y nacional. Los campos cultivados son extensos. Las plantaciones de girasol compiten con la luminosidad del sol, mientras que las de arroz dan un intenso amarillo oro que contrasta con el verdor de las de maíz. Los silos, gigantes de hierro, están presentes en buena parte del trayecto, como lo están algunas procesadoras de arroz, soja y caña de azúcar, que impregnan al ambiente de un profundo olor a licor, a aceite caliente de soja, al dulce aroma de caña y miel.

Las comunidades que se asientan a lo largo de la ruta son un crisol en el que se funden residentes de los más diversos orígenes: Los collas (andinos) y los cambas (cruceños), los chiquitanos, los menonitas, japoneses, alemanes y españoles, indios, cholos y negros. Todos ellos, en mayor o menor grado, ganando día a día espacio al bosque; cultivando la tierra hasta dejarla fatigada. No es extraño que una colla de Potosí, con su típico atuendo andino, de pronto ofrezca naranjas o mandarinas a los pasajeros de las escasas unidades de transporte que por allí circulan; o encontrar a los chiquitanos y chiquitanas cascando maní a la sombra de una ceiba.

Avanzamos por la ruta, el intenso sol cada vez se torna más incandescente. La tierra enciende aún más su rojizo color. El cielo, en el horizonte, deja de ser azul; comienzan a jugar una infinidad de colores amarillo brillantes y rojo profundo. El atardecer está cerca. La primera parada, muy corta, en la misión de San Javier. Apenas hubo tiempo para disfrutarla, continuamos hacia Concepción, la segunda que visitaríamos en este apretado y repentino viaje. Existen otras, cada una de ellas con una rica historia humana – religiosa – política y de conquista, pero el tiempo no alcanza para visitar a todas ellas.

Establecidas por los misioneros de la Compañía de Jesús entre 1691 y 1767, guardan algunas de ellas en el interior de sus iglesias más de 300 años de historia. Se constituyen, merecidamente, en una de las más altas expresiones de su época del desarrollo socio cultural de América Latina. Las misiones de San Javier, Concepción, San Ignacio, San Miguel, San Rafael, Santa Ana y San José son un legado histórico, cultural y musical único. La riqueza de su diseño arquitectónico original y la delicadeza de las obras religiosas que allí se preservan, las hicieron, merecidamente, que sean declaradas por la UNESCO, en 1990, Patrimonio Cultural de la Humanidad. Aún es factible observar en varias de ellas los materiales originales con las que fueron construidas. Una importante labor de restauración, apoyada por la cooperación española, contribuyó a preservar estas reliquias.

Las iglesias en sus naves exhiben una exquisita riqueza escultórica y pictórica, llenas de color que dan a su interior un aire alegre – los cuadros reflejan la ingenuidad de quienes los hicieron, la visión plana en su composición; algunos de ellos están tallados en madera, en alto relieve -. El pan de oro y la plata utilizados en la decoración del atrio, configuran una brillante composición multicolor. 

Concepción, pueblo de calles de tierra roja intensa, mantiene en su diseño la misma línea arquitectónica y constructiva de la iglesia. En las puertas de varias de las viviendas es común encontrar tallados el nombre y el escudo de los dueños, así como la logia a la que pertenecen. Casas de un solo piso, población ganadera por excelencia; el turismo es un agregado incipiente a su limitada economía. La población, el sábado, se reúne en el parque del pueblo, y dan vueltas alrededor de él a la espera de la misa de las 19:00h. El cura, el domingo, se levanta tarde, pues la misa se inicia a las nueve.

El uso vehícular de la vía no es muy intenso, pero de pronto, en una curva cualquiera, grandes camiones como dueños de la ruta, te sacan de ella. Pasan raudos, no importa si están o no cargados, al final “es su vía”, y no aceptan competidores. Me recuerdan a los buseros que hacen la ruta Tumbaco – Quito: dueños de la carretera, sin opción a pensar.

Al retorno cambiamos de ruta, de los Troncos giramos hacia Okinawa –no, no la de Japón, la que está en Bolivia - una emprendedora colonia de japoneses, aquellos que llegaron con la plata y las herramientas para construir el impresionante aeropuerto de Santa Cruz: El Sol Rojo brilla al amanecer en Viru Viru. 

Ingresamos en un camino lastrado y polvoriento, ventajosamente en buen estado (en la época de lluvias es casi imposible transitar por estas rutas; la de San Javier – Concepción, la cierran! decía el taxista). Llegamos hasta el río Grande que por ser época seca, la profundidad en esta parte no alcanza sino hasta el nivel de la cintura; pero en la época de lluvia puede tener hasta un kilómetro de ancho de turbulentas aguas. La única manera de cruzarlo es en barcaza, así procedimos, sin embargo estas no tienen motor, son impulsadas por “remolcadores humanos” a través del cauce; mínimo dos personas las empujan, dependiendo el tamaño del vehículo. Son aproximadamente 60 metros de la una a la otra orilla.

El río ha depositado una gran carga de sedimentos areno – limosos en su lecho y riberas, los que ayudados por las ventoleras se levantan configurando un paisaje fantasmagórico; en él se pasean cuáles espectros salidos de ninguna parte humanos y caballos, estos últimos ramonean las últimas briznas de hierva al empobrecido y reseco suelo. En contraste, unos cuantos niños disfrutan alegremente mientras se bañan o, con una tela que hace las veces de red, se dedican a pescar. Los remolcadores humanos, mientras tanto, continúan empujando la barcaza para llevar el vehículo a la otra orilla.

En la orilla opuesta, donde desembarcamos, la arena del río se levanta violentamente por la fuerza del viento; torbellinos de arena golpean con fuerza los costados del vehículo. Apenas podemos observar el camino para salir de esta zona. Finalmente llegamos al “pueblo del otro lado”, no supieron decir como se llama, no figura en el mapa. Una carpa descolorida de un circo, a medio levantar o desarmar!!, rodeada de empobrecidas casas, configura un paisaje surrealista del pueblo; mientras un grupo de niños, al fondo, juegan en unos viejos futbolines “matando la tarde del domingo”. Las viviendas de bahareque y palma, ancladas a la tierra, resisten estoicas la arremetida del viento que se cuela por las oquedades de las paredes. Una niña corre tras un perro que persigue a una gallina, mientras otra disfruta con la manivela de una vieja bomba y saca agua del pozo. La función del circo comienza, termina, o continúa siempre!!.

La anciana chiquitana, a la vera del camino, inmutable, en silencio casca maní, sentada a la sombra de una vieja ceiba que recientemente había dejado al descubierto sus níveos y algodonosos copos. Su vestido azul intenso que contrasta con el color canela obscuro de su piel curtida por el sol, le da un aire de dignidad infinita. Apenas pronunció tres palabras cuando la saludé, y continuó en su labor como si yo no existiese. Su casa, tablas clavadas en unos desvencijados pilares, un espacio abierto hace las veces de ventana, con techo de hojas de palma que se mimetizan con su pobreza. Un gajo de coloridos ajíes rojo, verdes, amarillos, que penden de una viga, en la ventana, ponen algo de color a la oscura vivienda.

Todos comparten similares necesidades, el policía que exige papeles imaginarios al chofer del bus o taxi, mientras que el taxista o el chofer que conocen el rito y el negocio, le ofrece un “real papel” de diez bolivianos. Pero la factura la termina pagando el pasajero del taxi o del bus. El policía, apenas protegido de la inclemencia del clima, comparte su “ganancia” con la vendedora de naranjas, mandarinas o maní.

La gente vive con la esperanza de que su “papá Banzer” no sólo mejore la ruta para llegar a su “San Antonio querido”, cerca de San Javier, sino que comparta su fortuna con los que a diario viven allí y contribuyen a que fortunas como las de él, y que abundan en la zona, crezcan rápidamente. En el Beni, al norte, residía un famoso narcotraficante que ofreció cancelar la deuda externa de su país!!!.

La región de la “Guerra del Fin del Mundo” o los imaginarios lugares de “Cien Años de Soledad”, así veo a la chiquitanía boliviana. La opulencia y la necesidad, la representación del poder y la debilidad humana. Los que saben la palabra y la guardan en un cofre asegurado por siete llaves, y los que apenas la conocen y escasamente se pueden comunicar: región de profundos contrastes. La prensa casi no llega a estas zonas, sólo aquellos con acceso a la información conocían que Banzer no era más el Presidente. 

La magia y la hechicería, viviendo junto al sincretismo religioso cristiano - indígena. Cristianos y evangélicos compitiendo entre sí por conquistar a aquellos dispuestos a convertirse: conquistando sus almas y su infortunio. En un lugar en donde habita la serpiente grande, la lujuriosa, la que es más grande que la anaconda, en la laguna mágica, la que está cerca de Concepción, aquella serpiente que embaraza a la luna cuando esta llena.

Esta ruta infinita, de esperanzas, de alegría y tristezas, de poder, de magia y de contrastes, sin inicio ni fin aparente, va más allá de la frontera, cruza Brasil, llega al mar, a aquel gran lago que no vemos. Así es la ruta, infinita como los sueños.



En la revista “Mundo Diners” No. 277 de Junio 2005, se publicó bajo el título “En las misiones de Santa Cruz”.