© alfredo carrasco Valdivieso (04 08 2013)
Una fría cerveza reposa sobre la mesa. El camarero muy acucioso la había colocado antes de que ordenemos lo que deseábamos servirnos. El refrescante líquido fue escanciado en un vaso cervecero recién sacado de la nevera, el mismo que por el contraste del calor mostraba una ligera pátina de hielo sobre la superficie: frecuente práctica para mantener, durante cierto tiempo, la refrescante temperatura del amarillento oscuro líquido. El olor a pescado frito y ajillo refrito inundaban el local, acompañados de los sonidos derivados del uso de los trastos e utensilios para cocinar.
La mayoría de comensales ya habían ordenado lo que les apetecía almorzar. Nosotros aún debatíamos por el de la preferencia, finamente acordamos un bolón de chicharrón, un ceviche de pescado y un pulpo a la brasa adobado con ajo. El camarero se esforzaba por atender a todos los allí presentes. En el local, pequeño, habían seis mesas, de ellas tres estuvieron ocupadas.
Disfrutábamos, con tranquilidad, del refrescante líquido así como del contenido de los platos que habíamos ordenado. Un inusual ruido nos llamó la atención en la poco transitada callejuela en la que se localizaba el restaurante. Dos vehículos doble cabina se estacionaron frente al acceso del local. Uno de ellos bloqueó el ingreso principal. Correspondían a la policía y a la Fiscalía. Del primer vehículo descendieron dos gendarmes, vestían impecables uniformes y el clásico verde fosforescente chaleco que los distingue a cientos de metros de distancia, el chofer se mantuvo en el interior de la cabina con el motor encendido. Del segundo bajaron tres personajes, dos de ellos portaban chalecos azules en los que se distinguía la identificación de la fiscalía, mientras que el tercero, un corpulento personaje con exceso de peso, de aproximadamente 1.80 m de altura, que vestía un terno oscuro y no portaba corbata, de unos 35 años de edad, de mirada arrogante e inquisidora, exhibía en su pecho un inscripción que lo identificaba como “fiscal”.
Los dos primeros, seguramente sus asistentes, en cuanto descendieron del vehículo estuvieron agenciosamente tomando fotografías del ingreso al restaurante y del interior del mismo. Los dos gendarmes observaban atentos los movimientos de los comensales y del personal que atendía en el local.
Quienes allí nos encontrábamos, al ver semejante y parafernálico movimiento, especulamos sobre el motivo razón o circunstancia de la presencia de la fiscalía y la policía. Presumimos que, de pronto, recibieron alguna confiable denuncia ya que, por el tipo de operativo, daba la impresión que pretendían sorprender al denunciado y así evitar que se evada. Especulamos que quizá, en ese sitio, aconteció algún evento que ameritaba continuar con la indagación.
Los representantes de la ley ingresaron al local, observaron nuevamente el entorno. Los policías se ubicaron en la puerta de acceso a la cocina. Luego ingresó el fiscal exhibiendo su arrogante y voluminosa estatura. Al igual que uno de sus asistentes, se dirigió a la cocina.
Los empleados continuaron con la preparación de los alimentos a la vez que atendían los pedidos pendientes. Los gendarmes se mantenían atentos a los gestos del fiscal a quién, de pronto, debían protegerlo ante un eventual intento de falta de respeto que ponga en riesgo el físico del corpulento personaje. El segundo asistente del robusto protagonista ingresó un poco más tarde también a la cocina. Llevaba consigo la cámara de fotos. Estuvieron allí unos cinco minutos. No se escucharon ruidos, salvo el que generan el proceso de frituras. Especulamos que la acción fue tan sorpresiva que el “más buscado” literalmente se entregó sin ninguna acción evasiva. Los policías continuaban atentos e impertérritos en la puerta de acceso que vigilaban. El vehículo de la policía, una diesel, continuaba condimentando el ambiente y, por supuesto, los alimentos que nos habían servido, con el gasífero combustible combustionado que emitía el escape.
Luego de la acuciosa fiscalizadora diligencia, ante una insinuación del corpulento representante de la fiscalía sus asistentes y los policías abandonaron los estratégicos puestos y se dirigieron a los vehículos. El voluminoso fiscal, arrastrando su propio peso, como si estuviese en un atalaya, observaba desde su altura a los comensales que tratábamos de disfrutar de un tranquilo almuerzo y de las heladas bielas; daba la impresión, con su mirada, como que aprobaba los platos que cada uno había elegido o seleccionado – aquí me quedó la duda que de pronto era el dueño del local que supervisaba la eficiencia de sus contratados-. Al margen de mi inquieta incertidumbre, esperábamos que con ellos salga alguna victima o un delincuente esposado ¡No! ¡salieron sin compañía! Cari acontecidos, como que el perseguido se les escapó por la ventana o por el conducto del extractor de olores.
Luego del incidente preguntamos al asustado mesero sobre el motivo de tan inesperada visita. Lacónicamente respondió “Nosotros sí utilizamos tanques industriales de gas, no el de uso doméstico”.