© alfredo carrasco valdivieso / 2004
Tomado de: Dalí en el entorno del gran faro (no publicado)
Los “waris” (vicuñas) y el “atoj” (zorro) son ya parte del recuerdo en este fascinante transito por el entorno del Gran Faro, como también lo son las espectaculares fumarolas de Sol de la Mañana.
Distantes y blanquecinos vapores hechiceros, en danza con el viento, prorrumpen sensualmente provocativos en medio de un escenario desérticamente singular: anticipan al enclave de aguas calientes, aquellas que dinámica e impetuosamente surgen de la tierra llevando consigo el testimonio del calor originario que, en sus entrañas, almacenan las rocas desde cuando se formó la gran esfera mágica. ¡Cristalino manantial que emerge por entre las piedras! Fluye rápidamente para fusionarse con las frías aguas que dan vida a un cercano bofedal en el que un grupo de gaviotas levantan vuelo, juegan, descienden, se asientan y vuelven a volar.
Una gaviota de plata se posa suavemente al borde de la fuente de vaporosas aguas, luego de revolotear como un pez volador enamorado de una nube a la que buscó para hacer el amor. Contempla su reflejo en el cristalino espejo, acicala sus plumas y pone al descubierto sus mejores galas. Con ligeros pasos se distancia de la orilla. Toma impulso y levanta el vuelo en pos de la nube que alborotó sus impetuosas ansiedades! Pero aquella, en un eufórico abrazo con el viento, se dispersó en busca de otra energía, de otro calor, de otro espacio. La gaviota vuela alto, identifica otra nube, la persigue con arrebatador ímpetu, se enreda en sus vapores y, sosegados sus exaltados afanes, retorna al manantial. El viento, mientras tanto, juega con los sutiles fluidos que emanan de las burbujeantes aguas termales, los disipa en el etéreo entorno dejando claro el cielo y visible el contorno de los cerros cercanos, y de aquellos que a la distancia configuran el rústico perfil del horizonte.
La ruta se vuelve más sinuosa y calaminada. Las térmicas aguas, fundidas en una sola con las que corren por el bofedal, quedan atrás. Sus seductores, arrebatadores y tentadores cálidos fluidos desaparecen tras una colina, a la vez que la gaviota se diluye en medio de un nuevo vaporoso abrazo. El canicular sol de alturas, con sus ardientes y penetrantes rayos, cuando alcanza el cenit, reafirma sus dominios mostrando todo su esplendor y energía. La sombra que acompaña al viajante, a esta hora del día, opta por esconderse de aquellas fulminantes y enérgicas radiaciones. A la distancia, el ardor que surge del fogoso suelo calienta a las confiadas frías corrientes de aire que descienden desde las gélidas alturas, se retuercen al contacto con la terráquea fiebre para decidir retornar de donde vinieron pero esta vez cargadas de otra energía. Estos incorpóreos y cálidos flujos ascendentes, en dura disputa con los álgidos que descienden, distorsionan las geológicas formas, las vuelve plásticas, maleables ante los etéreos movimientos, generando danzantes figuras fantasmales.
En medio de esa frenética danza de formas y colores que invitan a que vuele la imaginación y se confunda con esta térmica y coreográfica representación, se presenta un espectáculo que convoca a que ¡aflore la audacia de la inmensa e impetuosa desmesura de crear! Que estimula a concebir nuestro propio destino en un espacio que supera el imaginario cotidiano de espacios citadinos y de comunicaciones cibernéticamente encapsuladas. Que se presenta con impertinente irreverencia en un amplio y monumental escenario pictórico, cuya plástica composición invade, desvergonzada, los conservadores espacios de los sentidos.
La violenta entrada visual al espectral paisaje, desubica a la conciencia de lo real. El papel de observador queda en un segundo plano, cuando la sensación de entrar en una gigantesca y “daliliana” representación se apropia del espíritu. El ocre color de la tierra cambia rápidamente de tonalidades conforme se integra el observador a este mundo surrealista. Colores terrosos y pasteles dominan el escenario: café pálido, rojizo terroso, crema con improntas de amarillo pastel, gris claro, todos cual alocados pincelazos, aparecen estratégicamente situados en los contrafuertes de los distantes collados y de las suaves colinas. El límpido azul del cielo incrusta una dosis de racionalidad en esta danza de matices, de figuras distorsionadas y de grandes vicuñas aladas.
Destacan en el horizonte islas en un piélago ignimbrítico, evidencias de antiguos flujos piroclásticos, consolidados, erosionados, dispersos, como lanzados al azar en este extenso campo suavemente colinado. Gigantes rocas, agrupadas algunas y solitarias otras, a manera de atalayas, dominan el contorno. Están allí caóticamente dispuestas, sin orden determinado, traídas de una lejana e imaginaria cantera, a lomos de elefantes voladores que las dejaron caer para incrustarlas en el volcánico lecho; o quizá, sencillamente, el pintor que decidió representarlas en aquel escenario, se dejó llevar hechiceramente por el embrujo de un descomunal pincel y allí las inmortalizó, al dejar deslizarse sobre el lienzo fugitivas gotas de pintura cuando sacudía el pincel para limpiarlo. Mientras que con una titánica brocha humedecida con todos los matices terrosos provenientes de los hirvientes y volcánicos calderos de "Sol de la Mañana", plasmó con un solo y firme brochazo las tonalidades que se perciben en el monumental lienzo.
Un grupo de vicuñas, filtradas de entre las rocas o gotas de pintura que cobraron forma y vida, irrumpen en el escenario. Transitan plácidamente por el amplio y desolado espacio. Ni una brizna de hierba se aprecia en kilómetros a la redonda, tampoco se evidencia que alguna vez por allí circuló agua como para que justifique su presencia: la aridez es absoluta. En este espacio desértico no se concibe cómo la vida pueda sostenerse. Pero la magia de la existencia está allí. Plácidamente pacen los andinos camélidos jugando en su hocico con las rocas para pulir sus molares en continuo crecimiento y quizá, también, para extraer de ellas algunos escasos minerales. ¡Tienen las vicuñas el color de las rocas cercanas! Cuando caminan en grupo parece como si aquellas, las rocas, cobrasen de pronto vida y se moviesen acompasadamente con mágica la plasticidad que nos regala el ascenso de lo cálidos y etéreos fluidos.
Lo real, lo imaginario y lo irracional están en este cuadro universal, en toda su amplia representación. Vicuñas que transitan en un desierto estéril ramoneando piedrecillas, mientras que el calor generado por el sol, acumulado por el suelo, genera conflictos entre las capas frías y cálidas del aire, distorsionando la visión del observador, llevándolo a transitar por los laberintos de lo irreal, de lo mágico, de lo imaginario, de lo inmaterial, a través de senderos embrujados. A contemplar la danza de las corrientes de aire en conflicto o la plástica deformación de las estructuras geológicas.
Corresponde el espacio a un laberinto de espejos cóncavos y convexos, alargados y achatados que provocan ilusorias alteraciones: hacen que las atalayas cobren vida, que se deslicen como caballeros andantes luchando contra molinos de viento, o que se comporten como grandes relojes de arena cuyos granos fluyen de abajo hacia arriba cambiando la dirección del tiempo. Plásticos corceles forjados por el fuego estelar, ingresan en tropel al paisaje e invitan a cabalgar sobre ellos y a mimetizarse con las rocas, la arena y el viento. En este laberíntico torbellino que envuelve lo real y lo imaginario, lo excepcional hace la regla. En un trascendente instante, el tiempo dejó de ser: todo lo que ocurrirá ya ocurrió, todo lo sucedido sucederá. En realidad todo lo que acontecerá y aconteció, acontecía en ese preciso momento.
En estos escenarios remotos en donde el prodigio de la naturaleza y la infinita creatividad de la imaginación compiten, todo aparece entremezclado. No hace ninguna diferencia entre el acontecer y lo acontecido, entre lo real y lo imaginario, lo material y lo inmaterial; entre el pasado y el presente; entre la tristeza y la felicidad ¡Entre la sorpresa y la calma! Entre el bien y el mal. Todos aparecen mágicamente amalgamados, fusionados en una combinación perfecta. Escenario de contradicciones y singularidades en el que “toda regla tiene excepción, provocando aquella una paradoja al ser una afirmación que no tiene excepción” (1).
Espacios en donde la inagotable imaginación no se cansa de crear escenarios fabulosos que conducen a distintos destinos. En cada uno de ellos, como siguiendo el juego a la evolución, encontramos los más fantásticos seres que se perpetúan y mueren, que mueren y se perpetúan. Seres que se transforman sin un plan que fije sus destinos, por que al fin no saben si son parte de la realidad o de la fantasía de quién los genera, o el que supuesta mente los genera es producto de la imaginación de aquellos singulares seres. Desaparecen, de improviso, como una pompa que pierde el efecto tenso-activo que actúa sobre la tensión superficial del agua, por que una pompa constituida solo por un líquido puro es inestable: subsiste únicamente cuando la capa superficial del líquido que tiene cierta tensión superficial contiene un ingrediente disuelto que actúa para estabilizarla.
Como surgiendo de la nada aparecen seres alados en escenarios imaginarios, simplemente por que en el mundo de fábula del caminante surge un dragón volador llevando consigo sobre sus lomos al observador que, con su soplo, creo la pompa de jabón que capturó al arco iris, al dragón alado, a los seres imaginarios, al observador, al bien y al mal: la pompa los llevó consigo cuando dejó de ser.
Y todo lo que estaba por ser creado ya se había creado y lo que estaba por ser escrito ya había sido leído. Provocando en las mentes llenas de curiosidad, ganas de saber, de flotar en ese mundo mágico de la fantasía, de viajar por los cielos de los fuegos fatuos que huyen, que se escapan de nuestras miradas, que vuelan por aquí, ora por allá. Que están en todos los lados como el querer y en ninguna parte como el saber.
En medio de aquellas danzas de asombrosas fusiones y seres que emergen por sortilegio, los colores transmutan y transitan de uno hacia el otro, conforme pasan las horas acorde a como el cielo madura en luminosidad desde el inicio de la mañana. El lumínico juego del sol estalla al rayar el alba. Miríadas de dardos áureos son lanzados al amanecer para perforar las nubes, mientras que al ocaso las fecundan de violeta para parir el amarillo rojizo del atardecer. Estuvieron allí los colores trasmutados y luego no estaban, hasta que la noche los fusionó en uno solo. Las tonalidades generadas pasan a ser un juego del imaginario de los sentidos. La inconsciencia psíquica de pronto se ve impulsada, acelerada al final de la tarde, a un vórtice que engulle al tiempo y los colores en aquellos enrevesados relojes de arena. El reloj de pulsera, en este instante, se diluye en la muñeca y las manijas no son más que distorsionadas figuras que representan la invalidez del tiempo. Lo único real, en ese momento, son las vicuñas por que el observador también se disipó en el torbellino que devoró al tiempo, al color y a los molinos de viento.
El surrealista paisaje, aquel que generó un estado de eufórico estupor, pletórico de contradicciones y paradojas, introduce al siguiente espacio de este monumental periférico laberinto. Miles de tentadores y provocativos ingresos - salidas dispersas en todas partes, conducen de un espacio imaginario a otros diferentes: hipotéticos, fabulosos, inconcebibles, prodigiosos, novelescos, míticos. Ciclópeos portones impiden la salida – acceso - de un espacio al otro. Tras cada uno de aquellas contrapuertas, con seguridad esperan al aventurero rutas que inducen a una gran diversidad de vivencias que van desde lo real, transitan por lo mágico, hasta lo fabuloso. Una controversial señal como la de Alicia en el País de las Maravillas, marca varias sendas a la vez. No importa cuál de ellas se elija ya que todas, siempre, conducen al mismo destino que a su vez es idealista, realista, surrealista, hiperrealista e irreal: al mundo de las utopías y de los sueños, a un espacio etéreo, material e inmaterial a la vez.
Una de ellas conduce al sendero que lleva a transitar en el espacio de las fabulosas siete lunas y siete serpientes o el enfrentamiento entre las fuerzas del bien y las del mal, en el que Demetrio Aguilera Malta desnuda la vida cotidiana y le da una dimensión trascendente mediante la metamorfosis que caracteriza a los protagonistas: caimanes para esconder sus lujurias.
Llevan a recorrer por el Macondiano mundo de Gabriel García Márquez que se desarrolla en la mítica ciudad fundada por Aureliano Buendía, el que se casó con su prima Ursula Iguarán. Obligados a convivir durante cien años de soledad con sus sueños, miedos, fantasmas y realidades: con el espanto que provoca en los dos el temor a engendrar un hijo con cola de cerdo.
Otra puerta, mientras tanto, al momento de atravesar el portón, conduce al viajante a una representación enrevesada de la realidad, revelada a través de relatos fantásticos sobre dioses y héroes que imperaron en los albores del universo. Aquellos que fundaron los espacios etéreos, siderales, telúricos! Quienes configuraron los cimientos que apuntalan las sociedades. Prometeo, hijo de Jápeto y Clímene la oceánide; y Pandora, moldeada en arcilla por Hefesto, a la que Zeus le infundió vida. Integrantes los dos de una refinada personificación mítica del bien y el mal: ejes que configuran el comportamiento de los mortales. El primero, ¡benefactor de la humanidad! Pero delincuente a los ojos de Zeus por haber robado el sagrado fuego de los dioses para proporcionar a los humanos; mientras que la bella Pandora lleva consigo un cofre atiborrado de todos los males que afligen la cotidiana vida de los hombres. Este portal, sin duda, genera un intenso conflicto existencial al enigmático Lobo Estepario, profundamente humano, a quien le provocan para que descubra verdades escondidas en las míticas alegorías que, en este caso, simbolizan las dos caras del comportamiento humano: lo bueno y positivo con Prometeo y, los desalientos y desengaños que acompañan a Pandora. La sociedad creó el mito que en la mujer está el origen del mal, porque Pandora abrió la caja que Hermes le entregó, no obstante haber sido aconsejada por Epimeteo, su esposo, de que nunca la abriese: la curiosidad por conocer quedó asociada con el mal, y desde ese momento el desarrollo del conocimiento pasó a ser su socio.
Quizá algunas de aquellas sendas conduzcan a libros prohibidos que guardan enseñanzas del pasado, aquellos descritos en el “Nombre de la Rosa”, los que se transformaron en cenizas cuando el fuego destruyó la biblioteca y su laberinto. A lo mejor trasladen a viejas cofradías que ocultan antiguas verdades: conocimientos científicos “nacidos del fuego”; o nuevas cofradías con anhelos de gobernar con viejos y tradicionales poderes el cambio de paradigmas que demandan las sociedades.
El “Lobo Estepario”, aquel individuo montaraz y tímido, en su soledad, disfrutaría de abrir todas las puertas que desee y en cada una de ellas encontraría repuestas a sus aflicciones existenciales y metafísicas, pero se plantearía más preguntas que acrecentarían y multiplicarían aún más los pasadizos y encrucijadas de su propio laberinto.
La puerta escogida por este ambulante viajero, bajo el sugestivo título “Lo que ocurrió y ocurrirá está ocurriendo”, visiblemente invisible en un fogoso torbellino provocado por el tórrido aire caliente que asciende y el gélido que desciende, conduce a una ensillada a través de la que ingresamos a un largo y ancho valle de suave descenso. Está flanqueado por altas cimas cónicas coronadas de cráteres por donde fluyó el plasma magmático en forma de lava. La evidencia de la dinámica volcánica se muestra en todo su esplendor. Grandes rocas grises y negras yacen a lo largo de la ruta, aquellas que, cuando eyectadas por las potentes erupciones, formaron amplias, ígneas y multicolores parábolas en el cielo compitiendo en luminosidad con las estrellas y transformándose, efímeramente, en ígneos cometas que surcan irreverentes por los cielos. Son aquellas rocas, compañeras de jornada, que marcan vivamente la evolución periférica del Gran Faro.
Al final de la ruta, un seductor titulo luce fluorescente en una de las miles de puertas que tentadoramente se presentan a cada paso: “La fusión del cielo con el fuego”. El Licancabur, dinámico volcán listo para inflamar el cosmos con sus incandescentes fluidos telúricos, comparte el amplio espacio con una líquida esmeralda de 17km2 que se agita cadenciosamente a su pie con el continuo soplar del viento.
Al “Qhantati”, el amanecer aymara, oscuras son sus aguas, lóbregas como una noche sin luna. Como un gigantesco negativo fotográfico virgen, listo a recibir la impronta de luz para el que está destinado. Película fotográfica que durante la noche, a velocidad lenta, retrata, recoge y amalgama los colores de las estrellas en un solo color asombrosamente revelado al siguiente día, cuando el sol destaca por entre las montañas y el viento inicia la agitada danza diurna de las aguas. Las magnesianas emulsiones palpitan en la laguna, mientras el verde esmeralda avanza lentamente conquistando cada espacio de la superficie lacustre. El proceso es visible desde la terciada mañana hasta el medio día, cuando finalmente el sol está en el cenit y su incesante luminosidad termina por oscurecer el esmeralda colorido del agua que nació con la mañana.
Este día experimenté sobre cosas distantes, aquellas que no estuvieron a mi alcance cuando inicié la camita por la periferia: centellantes corceles etéreos cursan en tropel por los enrevesados senderos de luz. Sentí en la fuerza de la convocatoria de cada amanecer y cada espacio, a repensar la naturaleza de la existencia misma.