una trompeta para federico

Escrito por Alfredo
Categoría: Relatos Creado en Domingo, 02 Julio 2017 02:33
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© alfredo carrasco valdivieso

quito, 2002

Pomposamente la procesión de San Judas Tadeo, el santo favorito de San Francisco de Pueleusí[1] del Azogue, recorría por el camino empedrado que lleva a la comuna de Nudpud, en Opar. Taita cura y sus acólitos, seguido por todos los del poblado, acompañan en magna romería la esfinge del Santo para bendecir las sementeras, las de maíz, la de las coles y los nabos que están listos para la cosecha. Las beatas oraban y llevaban consigo un cilicio a modo de penitencia, mientras que entre los señores del pueblo circulaba clandestinamente botellas llenas de puntas, de esas bravas que solo las destilan en el cálido valle del Paute. No faltaron los voladores, las vacas locas y la acompasada y bullanguera banda del pueblo.

En el medio del maizal, mientras el párroco a la vera del camino lo bendecía, el Segundo y la Rosario frenéticamente retozaban. En el momento más intenso de la apasionada pareja, cuando el cura humedecía con agua bendita la sementera, invocando a San Judas por la buena cosecha, santificando con la bendita agua sus productos y declarando patrono de las cementeras y de la simiente al Santo favorito, justamente en ese instante, una estridente trompeta y un bullicioso tambor acompasaron en ritmo redoblado los últimos frenéticos movimientos. Luego vino la placidez y el silencio. San Judas Tadeo, como patrono del maizal, casto reposa en la Iglesia a la espera de una nueva romería que le sacuda de las voraces polillas; mientras que la Rosario atesora en su vientre el redoblar de los tambores y el destemplado sonar de la trompeta.

Al séptimo mes del delirante revolcón, la evidencia era obvia, el vientre había crecido notablemente. “Tambor parece!!” dice el Segundo. Los futuros padres especulan los nombres que llevará el vástago en ciernes. Por la forma del vientre y por los artilugios de las brujas suegras, o suegras brujas, jugando con el anillo sobre el ombligo de la futura y primeriza madre, decidieron que sería varón. “Federico se ha de llamar” dijo con firmeza la madre de Rosario, sí! como el abuelo, el de los platillos de la banda del pueblo, aquel que en sus años mozos se aventuraba en el boquerón para capturar murciélagos.

Los preparativos para recibir el futuro integrante de la comuna familiar no se hicieron esperar. Los escarpines celestes, la camiseta y la gorra también del mismo color fueron tejidos por la inexperta Rosario. La abuela paterna preparó la cobija y las sábanas, mientras que la materna compró la bayeta para los primeros pañales. El Segundo, de su parte, tenía en su cabeza una lista de presentes: que el carro de hojalata de los que hace el “chueco” Machuca, el que trabaja al lado de la herrería del “tuerto” Faicán; que la primera pelota de plástico de las que se venden en la tienda “Ali Baba”, la de las “sucas” León, y el sonajero ¡por qué no! aquellos que venden en el mercado durante la feria de los sábados. Todo, “toditito” como dice la Rosario, estuvo preparado para cuando el futuro Federico llegue. 

Los dolores del parto eran cada vez más intensos, se iniciaron justo a la medianoche, en el preciso instante en el que un trasnochador gallo alborotaba el gallinero con su canto y, extrañamente a esa hora, con algo más. Rosario, la madre parturienta, sintió movimientos frecuentes en su vientre, algo así como un tropel de corceles listos a salir en desbocada estampida. Segundo de pronto despertó de su pesado sueño con un agudo golpe en su pecho: no sabía si era el alboroto del gallo en el gallinero o si el techo de la casa se venía encima. El certero puñetazo de la Rosario lo regresó de los brazos de Morfeo. Aun soñoliento la distinguió en la penumbra, al tiempo que ella se tomaba el vientre y daba agudos gritos de dolor: “Es como un grupo de colegiales marchando por dentro de mi vientre, mientras que una loca banda de guerra estudiantil toca en mi cerebro”, dijo premonitoriamente entre eufórica y dolorida.

Segundo, como buen padre primerizo, se levanto aún soñoliento y desorientado. Pisó el bacín a medio llenar y derramó el nitrogenado contenido que comenzó a colarse por las fisuras del entablado y gotear en el dormitorio del piso bajo. Por la ilusión del primer hijo, había realizado varias compras los días anteriores, entre ellas un trompetín de plástico que emitía un agudo sonido cada vez que se aplastaba la bomba de caucho que se encontraba en la boquilla; lo compró por novelería en el bazar “Los Siete Enanitos” de la “chuspi” Sigüenza. Este quedó humedecido también por el amarillento y amoniacal líquido.

Rosario aguantando los dolores reclamaba desesperada que la llevasen al hospital, mientras el gallo continuaba con su jaranero repertorio. Las contracciones se hacían más fuertes y llegaban cada vez a menores intervalos de tiempo. “Don Pedro la Rosario está queriendo dar a luz” grito desesperado el desorientado Segundo mientras golpeaba el tablado para despertar a su vecino, el del piso bajo. En realidad este ya se había despertado! hace rato, ya que la amarillenta micción lo cayó gota a gota mientras dormía. También estaba atenta la vecindad entera por el alboroto del gallo y los gritos de la primeriza parturienta.

“Segundo! la Rosario ya está lis...”, empezó a decir Zoila, la vecina, mejor conocida como la “gringa” Gonzáles, una madura beata solterona que se levanta temprano para la misa de las cuatro y que tiene una escoba tras la puerta y vela a la imagen de San Antonio puesto de cabeza, cuando Segundo abrió la puerta. Inmediatamente calló la beata Zoila a la vez que puso cara de delicioso espanto. Con los ojos desorbitados pretendía no saber en dónde poner la mirada. En su atropellada ofuscación Segundo aún estaba en calzoncillos, de aquellos que se cuelgan entre las piernas por lo holgados y que no dejan mucho a la imaginación.

Pedro, el vecino, preocupado por el ruido en el segundo piso y por las inoportunas y amoniacales gotas, de cuatro saltos estaba entre la Zoila y el azorado Segundo que buscaba tapar su intimidad. Ofreció llevar a la Rosario al hospital. El Segundo, sin lograr despegar los ojos de la atónita mirada de la “gringa”, caminaba de espaldas sosteniendo con sus manos los holgados y deslizantes calzoncillos, sin calcular que tras de él estaba el viejo sillón, el del abuelo. Un fenomenal y ensordecedor ruido, como de un viejo tambor, copó los espacios de la antigua casona del vecindario: el Segundo yacía en el piso cuan largo era. Tony, un anciano perro runa, casi ciego y sordo, dormía en el sillón, y en el susto del violento despertar, levanto la pata coja contra el bulto que reposaba en el piso y marcó su territorio, justo en la oreja izquierda del Segundo, humedad que terminó por despertarlo.

Rosario, mientras tanto, hacía intentos por levantarse. Desea caminar, que salgan de dentro de su vientre ese tropel de corceles desbocados o ese pelotón de estudiantes desquiciados. En ese trajín pisa el trompetín que compró el Segundo y el ruido se une a la banda de guerra que le zumba en el cerebro; el estridente ruido le recorre por cada nervio y se instala en el hipotálamo, aquella región del encéfalo situada en la base cerebral, en la que residen importantes centros de la vida vegetativa y que centraliza varias funciones involuntarias e inconscientes; y por la conectividad con el aún no nacido, siente que el ruido abraza al feto. Los delirantes y bulliciosos recuerdos del maizal le llegan en tropel a su memoria.

Entre Segundo y Pedro ayudan a la Rosario llegar al piso bajo. La acomodan en el vehículo. Son las 03:05h. Con la velocidad que el viejo Ford del 56 podía alcanzar en aquella ruta de pueblo, llena de baches. Luego de casi una hora de viaje, finalmente arribaron al hospital. Una vieja enfermera atiende a la Rosario, la lleva a la sala de partos; mientras que el Segundo, la Zoila y el Pedro inician la impaciente espera. A las 03:49 llega el médico, el “muerto” López, sus ojos mal dormidos y el mandil salpicado de sangre evidencian que el turno ha sido largo y agitado. Lleva en la mano derecha un vaporoso tazón con café caliente, y en la izquierda un sándwich de queso tierno a medio comer.

En la iglesia cercana, cinco campanadas anuncian la temprana hora de la mañana. Al tiempo que en el viejo cuartel de policía, vecino al hospital, la jornada se inicia con el toque de la diana. Un destemplado trompetista anuncia a la tropa que es hora de levantarse. Un estridente tututu tutú tututu tutú… obliga a los soldados a iniciar las diarias tareas. En el hospital, en ese mismo instante, Federico dejaba el oscuro y cálido vientre de la Rosario para recibir el impacto de la luz de una bombilla de 100 vatios que iluminaba la fría sala de partos. Contrario a los dictados de la naturaleza, emergieron primero los pies. Las piernas se movían al ritmo de las destempladas notas del trompetista mañanero. Cuando finalmente su cabeza estuvo fuera, tenía en la boca el pulgar de la mano izquierda, mientras que la derecha marcaba el ritmo como si tocase un tambor. El soñoliento médico deseaba que llore, por que así lo mandan los protocolos. Le dio las rigurosas tres palmadas en las nalgas, pero Federico seguía marchando al son de las notas del destemplado y aún dormido trompetista. No! no lloró el Federico, emitió un largo y profundo sonido gutural, mientras mantenía el dedo en la boca que sonó a: tutú tutú ... rataplán rataplán ... tutú tutú .... rataplán … rataplán.

Cuando el reloj marcaba las 05:23h ¡Es niño!, anunció la enfermera al aún desorientado Segundo Gutiérrez, mientras despachaba un grueso pedazo de pan blanco embadurnado en azúcar y nata fresca que chorreaba por entre sus dedos y se derramaba por la comisura de sus labios, dejando deslizar por su quijada una delgada y viscosa sustancia blanca. “Pesó seis libras, delgadíto es ¡No lloró!. Un ruido como el de una trompeta y un tambor hizo. Lindito es el guagua. Sanito está el mamitico”, continuó la auxiliar sanitaria al tiempo que se atragantaba con un bocado de café caliente que le quemó las raíces de las muelas y las de todos los pelos del cuerpo ¡también!.

Poco se conoce de la infancia de Federico. Desde que nació hasta cuando fue la primera vez a la escuela, la información es fragmentaria. Quienes lo conocieron lo recuerdan como un niño que mantenía su mano izquierda en la boca y siempre hacía sonidos guturales como de trompeta, seguido por los de tambor. Tardó en hablar. Dicen que las primeras palabras las pronunció a los cuatro. Se comunicaba con sonidos parecidos a tutu tutu o rataplán rataplán. Finalmente, las palabras primeras, cuentan, no fueron ni papá ni mamá, “chumpeta quielo”, dicen que dijo; lo que entendieron fue “chupeta quiero” y eso le dieron. Y, cada vez que decía “chumpeta” pues chupeta le daban y dado que siempre llevaba el pulgar izquierdo en la boca, la bruja abuela o la abuela bruja hacía ingenios con trementina y quinina para untar en el pulgar izquierdo del chiquillo y desterrar el atávico vicio “para que se le quite el vicio al mocoso chirisique”, decía.

Tendría algo más de cinco años cuando por primera vez se integró a la vida escolar, en la “Bautista Pacheco”. Marcelo, compañero de banca del Federico, lo recuerda como si fuese ayer. Su ingreso al aula dice, contrario a lo que ocurría con los otros niños que a berrinche puro, entre hipos y mocos, se colgaban desesperados del cuello de los trémulos y emocionados progenitores o de sus piernas y faldas, ¡Federico! no lloró; ingresó al aula lenta y marcialmente en medio de un ruidoso rataplan rataplan tan tan … tutútutú tutútutú tututu tutú, al mejor estilo de la de la más experimentada banda de guerra; lo que en especial llamó la atención a los novicios estudiantes primarios, fue el gutural sonido.

Entre sus compañeros no se distinguía por su calidad como estudiante, estuvo siempre en el promedio, comenta el “tuerto” Quevedo, uno de sus primeros profesores en la primaria, en la escuela Bautista Pacheco. Poco comunicativo y tímido. Solía entretenerse en los recreos dando vueltas en el patio haciendo los ya familiares sonidos guturales como los de una trompeta y tambor. Con frecuencia, en las clases, repetía dichos sonidos o se dedicaba a dibujar tambores y trompetas o a fabricarlas con papel o cartón, finaliza el “tuerto”.

De cuerpo delgado, destacaba su cabeza grande y ahuevada que le daba un aire de palillo de tambor. No era muy hábil en los deportes. Mientras iba de la casa a la escuela o de la escuela a la casa, o cuando tenía la oportunidad de caminar, solía llevarse la mano a la boca como si estuviese tocando una trompeta, al tiempo que simulaba con su boca el sonido del instrumento musical, tutútutú tutútutú tututu tutú, seguido guturalmente por el familiar sonido del tambor, rataplan … rataplan … rataplan tan tan. El ritmo lo marcaba mientras pausadamente marchaba. Tempranamente, en el pueblo, todos lo conocían ya por su sobrenombre “Rataplan” Sí! Federico “Rataplan” Gutierrez.

Nunca se perdió la oportunidad de asistir a los desfiles del cuatro de noviembre. Allí estaban las bandas de guerra de los colegios y algunas veces las del ejercito y de la policía. Podían no regalarle la “chupeta”, pero no dejarlo ir o no llevarlo a un desfile o a una procesión en la que sospechase que habría una banda, significaba ganarse un estridente y destemplado grito que ponía los pelos de punta a la Rosario, al Segundo y a la vecindad entera. Embelesado seguía el ritmo de los músicos. Los acompañaba durante todo el desfile, hasta cuando concluía, al tiempo que entonaba con su boca el sonido de la trompeta o el retumbar del tambor. Se consideraba uno de ellos. Él era parte de la banda. La escuela no la tenía. Soñaba con estudiar en la “Belisario Abad”, allí sí que la tenían. Solía llegar a los extramuros de aquel centro de enseñanza y seguir las prácticas desde la calle. Tras el muro marchaba y se integraba a la banda. Así transcurrió toda su niñez escolar soñando extramuros alcanzar la dicha de ser parte de la banda de guerra.

La puerta del colegio es gigante, así la ve el Federico cuando ingresa en el “Belisario Emilio Bautista” aquel lunes 2 de octubre de 1972. Su delgado cuerpo y ancha cabeza con un cobrizo pelo ensortijado lo destacan entre los nuevos compañeros. Conoce a algunos de ellos pues asistieron a la misma escuela. Le asignan en el paralelo “B”. Su inspector de curso fue el temido “mulo” Carvajal, ancho de hombros, de labios gruesos y pómulos arredondeados, el de los puños que parecen los cascos de su alias; el que amaneció amarrado en el bosque, cerca al colegio, cuando cayo “prisionero” de aquellos vándalos pandilleros del “Guante Amarillo” integrada por los “hijos de los doctores”.

Federico se refugia en la última fila del salón de clase. Allí donde los más vagos y repetidores de año le mostrarían las primeras fotos prohibidas y el libretin de “Pepe Mayo”, que le provocarán húmedas calenturas nocturnas. Su asiento coincide con una de las ventanas. Desde ella divisa la cancha de básquet y de voley. También la piscina, aquella de aguas heladas que más de una vez le puso la piel de gallina. La polvorienta cancha de fútbol apenas la divisa, está escondida entre los raquíticos eucaliptos.

El “mudo” Íñiguez dictaba la clase de historia. Todos están obligados a tomar apuntes. El “mudo” no para de hablar. Enternecido da lectura a las páginas del libro Leyendas del Tiempo Heroico escrito por Manuel J. “El Tuerto” Calle, en el que relata la historia del héroe niño. Emocionado leía que luego de haber recibido una primer bala que le rompió el brazo derecho y otra que le destrozó el izquierdo, tomó su espada con los dientes y corrió alentando a los compañeros. Hace una breve pausa el profesor Íñiguez y enfatiza, cambiando la dramática entonación, que no cayó cuando una nueva bala le atravesó el muslo, sino que se desplomó solo cuando una bala de cañón le arrancó las dos piernas … culminaba el relato en un nivel de dramático paroxismos, con los ojos medio entreabiertos, al leer “… como una pálida flor que se dobla, blanco como un lirio que se marchita en un lago de sangre…”. Luego de esta intensa y apasionada lectura, discursaba sobre el General Sucre y Aymerich, y los soldados colombianos y venezolanos que en dura lucha, aquel día de mayo, en las faldas del Pichincha, vencieron a los realistas. La semilla ya se había incrustado en el corazón del estudiante que escuchó las magistrales y emotivas disertaciones de Íñiguez, no soñaba con balas que le atraviesen el pecho… otras eran sus fantasías. Años más tarde se enteraría Federico, no sabemos si el “mudo”, que el “héroe niño” murió, no por heridas, sino a consecuencia de disentería[2] en la casa de un conocido ciudadano oriundo de Loja.

La palidez llegó al rostro del Federico sin ser llamada. La sangré se le congeló en sus venas. Su corazón se paralizó. Un familiar sonido corto-circuitó sus sentidos. Se introdujo por sus oídos, siguió por la red de nervios y se le instaló como una puñalada fría y caliente en el bajó vientre. Se levantó de su asiento hipnotizado y pegó su cara contra el vidrio del ventanal. En la cancha de básquet, dirigiéndose a la de fútbol, un grupo de estudiantes repicaban los tambores, sonaban las trompetas, y soplaban las flautas transversas. El “mudo” Peralta, al observar el mecánico e irrespetuoso movimiento, no podía tolerar que un estudiante se levante sin su permiso, pregunta al Federico en dónde batalló el niño héroe. Mecánicamente respondió mientras despegaba la nariz de la ventana: “en la banda de guerra del colegio Sucre, y tocaba la trompeta”. Minutos más tarde el Federico recibía del “mulo” unas recordadas y vigorosas palmadas en la espalda.

La vida comenzó a tener sentido. Valía la pena vivirla. La trompeta está allí, en alguna parte entre las paredes del colegio. Más cerca de lo que podía imaginar. Esa noche soñó que danzaba con ella. Las prohibidas fotografías, aquellas que mostraban insinuantes rubias de ojos azules, de las tetas grandes y arredondeadas, las del negro pelo púbico, o las explícitas escenas de “Pepe Mayo”, dejaron de tener sentido. La trompeta, la imaginaria visión de tocarla, sentirla, besarla, endiosarla, protegerla, defenderla, venerarla reemplazó a las primeras eufóricas y nocturnas calenturas de adolescente recién iniciado en lo profano, en lo escondido, en lo ilegal. 

El primer año cursó sin que se atreva a presentarse como candidato a integrar la banda. Los grandes, los de los cursos mayores, los de quinto y los de sexto, los privilegiados, no lo dejarían ingresar en ese arcano mundo. Siempre, sin embargo, al igual que en la época de la escuela, cuando las prácticas de la banda tenían lugar, se escurría a la quebrada, aquella que lindaba con la cancha de fútbol. Allí encontró un espacio, aquel refugio secreto que le permitía acompañar a la banda. En su clandestino escondite practicó a todo pulmón su gutural: tutútutú tutútutú tututu tutú .. rataplán .. rataplán .. rataplán; y acompañó con su marcha a los practicantes.

Al segundo año se presentó como voluntario, a pesar de conocer que no le correspondía el privilegio. No habría prácticas previas ni concurso. El “mulo” Carvajal había sido elegido por el rectorado como instructor de la banda, él escogería de entre los voluntarios a los elegidos. Federico, con su desgarbada figura, está en la primera fila. El “mulo” lo miró sin verle, señaló uno a uno, con su dedo, a los designados, la mayoría de los cursos superiores. Federico se refugió en su secreto espacio allí practicaba ferozmente en su imaginario mundo, el tocar de la trompeta, mientras la banda en el estadio del colegio realizaba sus regulares prácticas. Se llevaba la mano izquierda cerrada como un puño a la comisura de los labios y simulaba tocar la trompeta, mientras que, a sus oídos, los cautivantes y seductores sonidos salían rítmicamente de su boca. 

Al tercer año la historia se repitió, igual ocurrió en el cuarto y en el quinto año. El “mulo” siempre estaba allí, sentenciando con su dedo. Mientras que la desgarbada figura de Federico abandonaba la primera fila para refugiarse en su secreto rincón. Allí continuaba su incesante entrenamiento. También lo hacía obsesivamente en las calles, en las plazas, en la casa, cuando estaba con sus amigos, en las fiestas, en los bares mientras daba buena cuenta de unas cuantas jabas de cerveza. En el cine, sí, también; más de una vez le gritaron “cállate trompudo”. Igual lo hacía cuando tenía que desfilar el cuatro de noviembre de cada año o por las fiestas del colegio. Mientras rezaba mentalmente practicaba, aún en las procesiones que participaba acompañando a la Virgen de la Nube, a San Judas Tadeo, su no revelado patrono, al Corazón de Jesús, a San Francisco y a todos los benditos santos y benditas santas que taita cura sacaba de vez en cuando para ahuyentar a las polillas y para conseguir dinero de los ingenuos parroquianos. Sí, su mano izquierda cerrada como un puño rozando sus labios al tiempo que de su boca salía el familiar sonido: tutu tutu tutu tutu .. rataplan .. rataplán .. rataplán tan tan. Y marchaba y levantaba la pierna tan alta como podía para ejercitar el ceremonial de saludo, el paso de ganso, para así rendir honores a los de turno: al gobernador, al alcalde, el jefe de policía, al monseñor, al jefe de los bomberos, al director de estudios, a la madre superiora del colegio de las monjas, al prefecto provincial, al señor diputado, al director del hospital, y por que no, si el presidente llega, también a él.

Tantos años de practicar los sonidos de la trompeta y el tambor, le dieron una habilidad especial de entonación y ritmo. Regulaba el aire para que el sonido sea limpio, perfecto, armónico. No como aquella diana soldadesca y dislocada del ritmo, la de aquella apresurada madrugada en la que dejo de ser para ser Federico; ni aquel ruido oscuro, estridente y bullicioso, del maizal. tutútutú tutútutú tututu tutú .. rataplan .. rataplán .. rataplán en clave de Do, de Fa, de Sol, de Mi, de Re, lo lograba en todas las claves de la escala musical. Dominaba a las fusas, a las semifusas, a las corcheas y semi corcheas; a las blancas y a las negras. Tenía los sonidos perfectos: agudos, graves, esdrújulos y sobreesdrújulos. 

Al inicio del sexto año, la emoción no le dejó dormir la noche anterior. Su paciente y persistente entrenamiento de años finalmente estarán a prueba. Habían sido injustos con él al no haber reconocido su innegable talento trompetista. Sentía como un sueño las palabras del “sucho” Carpio, nuevo instructor de la Banda de Guerra del Colegio, cuando el día anterior le dijo que escogerían de entre los interesados a los integrarán la banda en calidad de trompetista, tamborileros, “bomberos” – los interesados en el bombo -, los platillos, las flautas transversas. Esta va seguro que pronto estaría en el privilegiado grupo. Era la primera vez que tendría ante sí una autentica, genuina, verdadera y metálica trompeta. Igual a aquella que escuchó cuando nació. Sí, haría que suene fuerte: tutútutú tutútutú tututu tutú. Así sonaría. Lo reconocerán y todos lo recordarán por que será la que más suene. En la historia del colegio no habrá otro trompetista como él. Se imaginaba con el sonido del tambor, si también con el sonido del tambor rataplán .. rataplán ... rataplán .. tan .. tan.

Fue el primero en llegar al colegio. En especial este día cómo quería a su Juan Emilio Pacheco. A su viejo y querido colegio. Ya seis años hace que ingresó, este es el último pues está próximo a graduarse. Los llamados a integrar la banda, alumnos de todos los cursos se fueron reuniendo en la cancha de fútbol. Los instrumentos estaban dispuestos ordenadamente en un extremo. Cada quien los miraban embelesados, no se atrevían a tocarlos. El Federico se acercó hacia el sitio de las trompetas. El sol tempranero de la mañana hacía brillar el metal, y el haz de luz penetró intensamente en su fibra óptica y llegó energía lumínica a su cerebro. No esperó la orden del instructor y se abalanzó sobre una de ellas: tomó para sí la más brillante, color plata como del azogue era. La abrazó con firmeza, no la soltaba. Sentía que sus formas se le pegaban en la piel. La levanto, puso la boquilla cerca de sus labios, pero no la tocó. Sentía como si estuviese por dar el primer beso a la mujer de sus sueños, aquella mujer que aún no había conocido; o mejor dicho, la trompeta era aquella soñada mujer pues había vivido para sentirla cerca por ya casi 18 años. La acariciaba y la contemplaba como a una diosa, la aprisionaba contra su pecho como impidiendo que se escapase.

El instructor inició la llamada, primero probaría las habilidades de aquellos con interés en el bombo. Cinco contestaron la llamada. El primero, un muchacho de unos quince años, de no más de 1.55 metros de altura, delgado, tomo el ancho bombo, con dificultad se lo puso en el arnés, al quinto emocionado golpe, mientras gallardamente caminaba, dio un traspié que lo hizo caer de bruces. Al siguiente se le escapó de las manos una de las mazas, y fue a dar precisamente contra el pecho del Federico. De los cinco candidatos, dos fueron los escogidos.

El siguiente grupo, los interesados en los tambores se hicieron presentes. Entre ellos estaban aquellos que ya el año anterior habían integrado la banda del colegio. Las habilidades en mantener un ritmo acompasado que siguiese los militares compases eran innatas en la mayoría. Fue más difícil escoger los integrantes. Fueron privilegiados aquellos que tenían una experiencia previa. Al Federico le comenzó a temblar la mano derecha.

Las marimbas estaban listas para ser entonadas. Los potenciales candidatos el día anterior habían recibido algunas lecciones básicas de entonación y ritmo. Quince se hicieron presentes para optar por diez puestos. Cada cual alardeaba de ser el mejor. Luego de las exigentes pruebas del instructor, sólo seis calificaron, quedando cuatro puestos para una futura elección.

Federico no ve el momento que lo llamen para la prueba fundamental. Abraza cada vez más intensamente a su amada trompeta. Percibe que esta le tiembla en las manos, como gato recién bañado. El instructor procede a convocar a los interesados en integrar el grupo de las trompetas. Son diez para ocupar cinco puestos. Llama al primero, este llena su boca con aire y sopla violentamente por la boquilla. Una correntada de aire se escapa entre esta y los labios, no logra sacar sonido alguno del delicado instrumento. Así continua con los restantes candidatos, nadie pasa la prueba. Queda Federico es el último aspirante. 

Esta cada vez más tenso Federico. La trompeta casi está incrustada en el pecho por la fuerza con la que lo aprisiona. La expectativa crece entre los presentes. El instructor se dirige a él para que demuestre sus escondidas habilidades en el manejo de la trompeta. El momento supremo, el instante más intenso, sensual, erótico, sexual ha llegado. Un frío intenso y un calor profundo le arrebatan de la tierra, recorren por cada rincón de las vértebras, las manos le sudan intensamente, transpira, en el bajo vientre le hormiguea la piel, se le afloja el estómago. Tiene ganas de correr a la punta del Abuga y desde allí tocar la trompeta para que todo Pueleusí lo escuche.

Recorre nuevamente con su temblorosa mano a la trompeta. Por una extraña circunstancia piensa en un maizal, resuena en su cerebro el sonido de una destemplada diana al amanecer. Sus pies, inconscientemente, comienzan a marchar. Le recuerda aquel desfile de la escuela “Belisario Abad”, al que sin ser parte de él, arrancándose de las manos de su madre, se situó en medio de la banda de la escuela y se puso a marchar junto a ellos, haciendo sonar con su boca un acompasado tutútutú tutútutú tututu tutú … rataplán rataplán rataplán tan tan. Le llega en tropel los recuerdos de las veces que se introdujo en la banda de guerra de los militares, cuando llegan para hacer honores a no tan honorables autoridades en los desfiles de la confraternidad que se celebran cada noviembre. Él, levantando la pierna alto, tan alto como podía, saluda con mucho civismo los insignes asistentes mientras desesperados el Segundo y la Rosario, todos acholados, lo sacaban de entre los militares, pero el Federico al primer descuido volvía a formar parte de la parada no! no podía estar lejos de la amada trompeta y de los delicados tambores. Aquellas evocaciones, en este histórico momento, se concentran en su memoria con inusual fogosidad.

Solitario en medio de todos. Los ojos del instructor le motivaban a que haga la prueba. Los candidatos ya electos e innumerables curiosos están ansiosos por escuchar a Federico. En sus manos retiene con firme pero delicada dulzura la amada trompeta. De él dependía que emita el sonido soñado, hacerla vibrar hondo, profundo, que trine como gorrión enamorado. Sí, como un gorrión. Acercó lentamente la boquilla a sus labios. Allí estaban aquellos labios de mujer, la soñada, los no besados. Transpiraba copiosamente. El corazón le latía con emotiva violencia. Aspiró una voluminosa bocanada de aire, la contuvo en sus pulmones como disfrutando cada segundo por tener ese aire histórico encerrado en su pecho. El cuello se hincha, se visibilizan las arterias, las venas. Lentamente comenzó a soltar el aire retenido.

La trompeta, firmemente asida a sus manos, la mantenía muy cerca de sus labios. Recordaba sus primeras palabras “chumpeta quielo”. El sabor a trementina y quinina en su dedo pulgar se clavó en su cerebro, mientras las rubias pechugonas, las de pelo púbico negro, aquellas que aparecen empelotadas en las prohibidas revistas de “Playboy” y en los explícitos dibujos de “Pepe Mayo” desfilaban frente a él. Al mismo tiempo un gutural y fuerte sonido, impulsado desde lo más profundo de su pecho, como nunca antes lo había realizado, salió rítmico, cadencioso, acompasado, pausado y melodiosamente de su boca: tutútutú tutútutú tututu tutú .. rataplan .. rataplán .. rataplán tan tan... tutu tutútutú tutútutú tututu tutú ... rataplán .. rataplán .. rataplán .. tan tan. Luego de la primera inspiración, aprisiona la trompeta firmemente contra su pecho, se eleva a las alturas del Abuga, no! del Cojitambo, llega al mismísimo Bueran a compartir con los cara - cara. Está en la cima del mundo. Marcha como nunca lo había realizado a lo largo de la cancha de fútbol, hace el paso de ganso ante el imaginario auditorio que se encuentra a lo largo de la tribuna principal. A todo pulmón continua con su boca emitiendo el familiar y amado sonido: tutútutú tutútutú tututu tutú ... rataplán .. rataplán .. rataplán .. tan tan, mientras abraza su amada trompeta.

Ese cuatro de noviembre del 77, Federico desfiló en la última escuadra de los de sexto. A pesar de ser alto, estuvo en medio de los más pequeños del curso. Su figura delgada y desgarbada sobresalía entre todos ellos. Y, al igual que todas las veces en situaciones similares, se llevó la mano izquierda a los labios y emitió el familiar sonido mientras iniciaba ceremonialmente el castrense paso de ganso para saludar a las autoridades civiles, militares, eclesiásticas y de policía. El Federico saludó con honores y con su bucal ritmo al “chapa” Bravo, ese borrachín capitán de policía que tenía por amante a la “negra” Benitez, dueña del salón “Chusalongo”, la que vende cascaritas en las goteras del cementerio; al “gato” Gonzáles, el cura provincial, que de vez en cuando saca de los altares a pasear por las calles a los apolillados santos ídolos, el que se acaba el vino de consagrar mientras aburrido escucha tras el confesionario los lamentos de las beatas, de los inocentes feligreses y, de los honorables curuchupas que se golpean el pecho con la mano izquierda mientras que con la derecha se apresuran a recoger todo lo que está a su alcance; al “burro” Enríquez, ese jodido sargento de la premilitar que le encantaba jugar a la guerra disparando con fusiles de madera contra peruanos y comunistas imaginarios y que funge de gobernador de la provincia – en época de militares cualquier pollino puede gobernar -; y a los que fungían de alcalde, prefecto, concejales y consejeros – títeres de la fiesta militar - de la franciscana “parroquia”.

También, en segundo plano y esperando que los saluden, demanden, aplaudan, cortejen, reverencien, idolatren, baboseen, aquel cuatro de noviembre estuvieron en masa mostrando sus cándidas, inocentes, inexpertas, incautas y candorosas caras el “parlanchín” serranido, el “cuco” rifas, también aquel que años más tarde sería recordado por la historia como el gran “clavisajo”, los leoncios, los molineros, los saquiencelas, los sacoencelos, los carpos, metacarpos y sucho carpos, el JJ – no el que cantó – sino el cortesano y otros tantos aspirantes a inmolarse, listos a transformarse en ídolos de barro y a “sacrificarse” por la siempre postergada Pueleusí: la seca, la sangrada, la ignorada, a la que la polvean y la empolvan, la abandonada, la desconocida por sus hijos, a la que le endilgan el inmerecido honor de tener el museo del absurdo. La de los representantes que siempre mendigan míseros centavos al gobernante de turno. Sí! en masa o como la uña y la carne, como el perro hambriento persigue al hueso descarnado, levantando la mano, sonriendo, estuvieron para ser saludados, amados, invocados, consagrados, honrados, engrandecidos y bendecidos por los cándidos parroquianos.

En el salón del colegio, en Julio del 78, cada uno de los bachilleres graduados recibía su título. Como siempre organizaron una gran ceremonia las autoridades de turno. Los padres de familia, las autoridades de educación, y hasta el cura estuvieron allí para congratular y bendecir a los nuevos y flamantes bachilleres. El Rector, el “orejón” Benitez, entregaba como todos los años en estas ceremonias los certificados a cada uno de los que pasarían a engrosar las ya anchas y privilegiadas filas de desempleados, como también las de los palanqueros, de futuros angelitos salvadores, de candidatos a congresistas, a alcaldes, a prefectos, a concejales y a consejeros, y de otras lindeces y linduras.

Siguiendo la costumbre de aquellos años, el “orejón” leyó pausadamente el contenido del título de bachiller del recientemente graduado Federico, decía:

REPÚBLICA DEL ECUADOR

EL CONSEJO DIRECTIVO DEL COLEGIO NACIONAL

 “BELISARIO EMILIO BAUTISTA

En nombre de la República y por autoridad de la Ley, declara que el alumno:

Gutiérrez “rataplan” Federico

 de nacionalidad ecuatoriano, nacido en San Francisco de Pueleusí del Azogue, el 29 de febrero de 1960, se presentó a los exámenes de Bachiller en Humanidades Modernas y fue aprobado con la calificación de ocho, equivalente a Buena. En consecuencia, le confiere el título de

BACHILLER EN HUMANIDADES MODERNAS

para que, como tal, le sean reconocidos los derechos que le corresponde. 

Dado y firmado en San Francisco de Pueleusí del Azogue, a 18 de agosto de 1978”. 

Mientras el “orejón” lee solemnemente el título, Federico camina con seriedad entre la larga calle de honor que lo integran los emocionados padres de familia, los amigos, los parientes, los agnados y cognados y sin duda unos cuantos palanqueadores de oficio. Todos, al unísono, lo acompañan con los familiares sonidos tan amados por él, todos a una solo voz replican pausada y rítmicamente: rataplan rataplan rataplan tan tan .. Mientras que al fondo un grupo de compañeros, guturalmente entonan tutútutú tutútutú tututu tutú…. tutútutú tutútutú tututu tutú……

En aquel instante, en una esquina, en la plaza del pueblo, a la salida de la vieja iglesia, aquella de las torres a medio concluir, un grupo de campesinos negocia con el cura de la parroquia la celebración de una procesión con la imagen del bien amado y ponderado San Judas Tadeo. La época de siembra está cerca y urgen de una romería para santificar la tierra recién arada. “Cincuenta sucres cuesta” dice el clérigo “Que sean veinte sucres padrecito” regatean los labriegos, como quien negocia en el mercado un guagra para el arado, un saco de papas o un atado de alfalfa. Finalmente el sacerdote acepta, a regañadientes, hacerlo por treinta y cinco sucres, recordando con nostalgia los lejanos tiempos de Pueleusí del Azogue cuando 14,000 fieles feligreses lo habitaban, y el cura con una renta asegurada de 8,000 pesos anuales no tenía que regatear con los parroquianos los servicios de una procesión, un bautizo, una misa, una comunión o los santos oleos para los que deseaban salir con los pies por delante. Únicamente era necesario ordenarles el pago de los diezmos y primicias so pena de pasar a engrosar las filas de los candidatos a compartir los cálidos ambientes administrados por Lucifer. Sí! aquellos nostálgicos tiempos de la abundante cascarilla o quina y también del azogue o chulla cullki[2] el líquido metal, apetecido por los españoles, que corría a borbotones por distintas partes de la comarca[3].

El sonido grave de un trombón, el sonar metálico de los platillos y el retumbar de un añejo bombo, acompañados por la estrepitosa explosión de los voladores y el fuego multicolor que despiden las vacas locas, ponen un aire festivo al fin de la negociación. No faltan las puntas, las gallinas y los huevos frescos para taita cura, y el mote y las habas tiernas con cascaritas, salchichas negras y chicharrón. Al tiempo que, a media cuadra de la iglesia, una pareja transeúnte, en el hotel del “cabezón” Jaramillo, arrebatadamente se dedica a transitar por ciertos menesteres…. Pero ese es otro cuento: si mal no recuerdo como “Trompudo”, creo que lo conocían!


[1]   Pueleusí lo llaman a este pueblo en indígena lenguaje, por las abundantes flores amarillas que entre mayo y junio pueblan vigorosamente los espaciados campos. Sí, Pueleusí o “campo amarillo”. (tomado de: Fray Gaspar de Gallegos, 1582).

[2] En la familia de José Felix Valdivieso, se señala que A. Calderón “falleció de disentería y no de heridas”. Según la certificación del diez de octubre de 1832, emitida por José Azcinaga y Paredes, Escribano Público de Numeral, A. Calderón “murió en la casa del Doctor José Felix Valdivieso” el 7 de junio de 1822. Fuente: Agustin Valdivieso Pozo  -  Libro: " Pedro de Valdivieso Estrada"  -  7ma. corrección , Cuenca , 2013 -  Inédito  .-

[3] Def:: Mercurio, Plata pura, Solo plata, Cosa pura divina del sol.

[4] Robles L. Marco, 1993. Pueleusí de Azogues – Historia, Leyenda, Homenaje.